La tierra éramos nosotros: Manuel Mejía Vallejo
Centenario de Manuel Mejía Vallejo (1923-1998)
Seguimos
publicando textos sobre la obra de Manuel Mejía Vallejo, en el centenario de su
natalicio. El historiador Iván de J. Guzmán López, discípulo de Manuel en
Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, nos ha
enviado este texto, crónica afectuosa y nostálgica, acompañado de fotos sobre
Mejía Vallejo. Son nuevos matices y otras perspectivas para acercarnos a la
obra y vida y huellas que dejó uno de los más importantes escritores
latinoamericanos del siglo pasado. Isaías Peña Gutiérrez
LA TIERRA ÉRAMOS NOSOTROS
Por Iván de J. Guzmán López
Academia
Antioqueña de Historia
Era la tarde más feliz para todos. Uno a uno
íbamos llegando, hasta llenar buena parte de la entrañable sala de conferencias
de nuestra Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Tomábamos asiento de manera
silenciosa, como si ello fuera la antesala de una ceremonia muy cercana al
espíritu. Yo tomaba una de las sillas de adelante, costumbre que traía de mis
años escolares. Los demás, aquellas que su esencia les ordenara.
A lo lejos, por la
puerta que daba al área administrativa, aparecía la figura decimonónica, casi
de gentleman, del maestro, con su inseparable vaso de ron y la compañía de
Gloria Inés Palomino, directora de la Biblioteca, con su discreta sonrisa que
le aparecía muy a propósito de su delicada piel morena. No era alta, no tenía
aires de grandeza, más bien de humildad, pero al lado del maestro parecía una
gran dama, muy al estilo de las creaciones de los novelistas franceses.
Nos alcanzaba a todos
con su mirada, algo apagada; pero a la sombra de sus ojos, que abarcaban todo
el auditorio, nos sentíamos ante el maestro de los sueños: los sueños de
escribir que ya, desde la juventud, nos acosaban el cuerpo y el alma; eran como
sueños imperiosos, orgánicos, como urgencia de vida. “Siempre iba de
inmaculados traje, corbata y almidonada camisa blanca con mancornas. Pocas
veces de elegante vestido informal -nos recuerda mi compañero de entonces, y
amigo de hoy, el gran columnista, escritor y poeta, Alejandro García Gómez-; en
el sobaco de la mano izquierda apretaba los “trabajos” de los talleristas, que
serían comentados por él esa tarde. Saludaba y se sentaba. De ahí en adelante
era diferente lo que seguía para cada sesión, pero más o menos había una
directriz, no acordada, claro, que la manejaba él. Casi siempre comenzaba a
conversar sobre temas de actualidad, que los hilvanaba con recuerdos o con
apuntes literarios de algún autor o con algún poema o con fragmentos de novelas
o de cuentos, todo de su memoria. Nos mantenía electrizados. Manuel era un
maestro de la charla. De su boca, toda exageración salía tan real como
cualquiera de las verdades del Apocalipsis y a todos nos amarraba con extraños
hilos magnéticos. A veces intercalaba unos versos suyos o de un poeta al que
admiraba. Sabía muchos poemas de memoria, fragmentos de novelas, de cuentos y
hasta de ensayos; claro, de quienes admiraba".
Nos quería a todos, y
de alguna manera se daba cuenta de quién faltaba:
En cierta ocasión, se
quedó mirando hacia la margen derecha del auditorio, meditó unos segundos, y
preguntó:
-¿Qué le pasó a Juan
Javier, que no ha vuelto?
Alguien se apresuró a
responder:
-A Juan Javier lo
mató un carro, hace un mes.
El maestro mostró su
desazón en el rostro, apresuro un trago de ron, y anotó con su voz ronca:
-¡Qué vaina! Y tanto
pendejo sobreaguado.
De vez en cuando
volvía mi cabeza hacia atrás, y veía a José Libardo Porras (quien a la postre
sería un gran novelista, cuentista y cronista), tamesino, de mi misma edad, y
amigo entrañable desde entonces, que tristemente falleció hace poco. Más
adelante veía a Luis Fernando Macías; hacia la derecha estaba Alejandro García
Gómez, el joven de Sandoná (Nariño), que luego se convertiría en mi compañero
columnista del periódico El Mundo, novelista y gran poeta. Más allá, dona
Claire Levy de Holguín, doña Clemencia Hoyos de Montoya, autora de crónicas
preciosas de su tierra, Urrao, y, más cerca de mi asiento, René Jaramillo
Valdés, escritor, novelista y editor.
Leer cualquier
fragmento del maestro es no sólo un homenaje; es darle vida; es traer a la
memoria su menuda y familiar presencia, con su eterno vaso de ron con Coca-Cola
como una extensión de su mano, su impecable traje de factura decimonónica, su
palabra feraz y su ligera sonrisa de campesino confiado.
Nuestro maestro
Manuel Mejía Vallejo, hijo de Alfonso Mejía Montoya y Rosana Vallejo, nació en
Jericó, Antioquia, el 23 de abril de 1923, como una premonición de su oficio
fundamental. Alguna vez, a propósito de la casa donde nació, dijo, con su fino
humor, a veces disimulado: “Nací al pie de la casa de la Madre Laura, la única
santa que ha tenido Colombia. Es que los santos nos encontramos, así sea en la
tierra”.
La casa paterna, en
Jericó, donde nació el maestro, es hoy un museo, un centro de cultura y, para
su preservación y vigencia, don José María Dávila Vives, hace 35 años, fundó y
dirige desde allí el magnífico Centro de Educación Compujer (Computadores de Jericó),
cuya misión de llevar educación y cultura a todo el suroeste antioqueño, ya
cumple 35 años.
Casa
donde nació el maestro Manuel Mejía Vallejo. Municipio de Jericó.
Toda su infancia la
vivió en Jardín, el hermoso pueblo vecino: “Yo nací en un pueblo y me crie en
la finca y en el pueblo hasta los trece o catorce años. Por eso mi literatura
está untada de campo, de montaña, también, de ciudad”, declaró alguna vez a la
crítica Jorgelina Corbata.
Por una quiebra
económica de su padre, Mejía Vallejo dejó su tierra amada; a los 13 años se va
para Medellín, donde continuó sus estudios de bachillerato en la Universidad
Pontificia Bolivariana. “Tanto catolicismo lo hizo rechazar los dogmas
religiosos y se volvió contestatario y rebelde”. “Yo era un disidente –confesó
Manuel–, porque era de los pocos liberales que había allí; además, era de
izquierda y antifranquista”. Estaba claro: era amigo de la conversación libre,
los debates y las tertulias con los amigos:
“Mi rebeldía se
acrecentaba ante un medio tan fanático y conservador. Era una convicción
personal contra el medio hostil”, declaraba. “En el Colegio nos tenían
prohibido la lectura y había que pedirle autorización a monseñor Henao o a los
vigilantes para prestar alguna obra; por ejemplo, no nos dejaban leer la
Biblia, ni ningún diccionario y menos novelas. ¡Era el colmo! ¡Nos tocaba vivir
a la enemiga!”.
Entonces abandonó sus
estudios, y sin graduarse, se puso mejor a escribir –dice el historiador Frank
David Bedoya Muñoz–. “También se puso a dibujar. La escritura y el dibujo
serían sus principales apuestas. Ingresó al Instituto de Bellas Artes en 1941. Ahora
comenzó a soñar con viajar, buscar nuevos horizontes. Antes que Fernando
Vallejo, Manuel Mejía Vallejo soñó con ir a México a seguir las huellas de
Porfirio Barba Jacob. Pero, en lo inmediato, después de un viaje de regreso a
su tierra de la infancia, decidió escribir su primera novela: La tierra
éramos nosotros”.
Manuel Mejía Vallejo
irrumpió en la literatura con un ímpetu inusual: La tierra éramos nosotros,
fue entregada por su madre a León de Greiff, quien encabezaba por la época el
grupo de Los Panidas. Y generó mucho escándalo porque el maestro contaba
entonces con tan sólo 22 años, y se pensó que el verdadero autor era un tío
homónimo suyo. La grata impresión que causó la novela entre Los Panidas, le
valió el reconocimiento de los grupos literarios de su generación, y aún de las
anteriores.
Los Panidas constituían
un movimiento literario y artístico de principios del siglo XX en Colombia,
iniciado por trece jóvenes intelectuales de Medellín con edades entre 18 y 20
años, inconformes con las propuestas literarias, artísticas y filosóficas de su
época y deseosos de una renovación. Ellos, eran: Jorge Villa Carrasquilla, Pepe
Mexia (Félix Mejía), José Manuel Mora Vásquez, León de Greiff, José Gaviria
Toro, Rafael Jaramillo Arango, Teodomiro Isaza, Fernando González, Bernardo
Martínez Toro, Ricardo Rendón, Eduardo Vasco Gutiérrez, Libardo Parra Toro y
Jesús Restrepo Olarte. El movimiento tuvo sus inicios en 1914 y su máxima
manifestación se dio en 1915 con la Revista “Los Panidas”. El nombre se toma de
la mitología griega del dios Pan, quien representaba a la naturaleza entera
personificada. En una banca del Parque de Bolívar nació el grupo. Siempre
contaron con el apoyo de Don Tomás Carrasquilla y don Fidel Cano.
La novela fue
publicada en 1945, con el apoyo de su madre y Los Panidas. Es, a grandes
rasgos, una novela autobiográfica que mostraba el mundo rural de la época; un
relato poético de la existencia en las montañas. “A mí no se me ha podido
despegar de la memoria la vida que viví de niño y de adolescente en aquellos
territorios azarosos, abruptos y hermosos, y aquellas narraciones que escuchaba
de “La tierra del irás y no volverás”, de “La flor de lilolá”, de los cuentos
encantados, de los aparecidos locales. Por eso mi primera novela se llamó La
tierra éramos nosotros. “Nosotros en realidad éramos el barro, la arcilla
que pisamos de niños con los caballos, con los bueyes, con las mulas, con
nuestros compañeros”, dijo después el escritor.
El padre jesuita Luis
Marino Troncoso, en su libro Proceso creativo y visión del mundo en Manuel
Mejía Vallejo, un acercamiento al proceso cultural antioqueño afirma: “Luego
de algunos poemas y cuentos escritos entre los 15 y los 17 años, la idea de la
novela La tierra éramos nosotros le surgió al ver una película donde un
hombre que había dejado su tierra, recuerda su finca abandonada, vuelve a ella
y recupera un paisaje y unas gentes.
Mejía Vallejo era, en ese entonces, un joven totalmente imbuido y, hay
que decirlo, aunque se relacionó permanentemente con Carrasquilla, debía más a
Francisco de Paula Rendón (autor de la novela Inocencia, Bogotá,
Editorial Minerva, 1936) y a Barba Jacob, que resuena en varios trozos de la
obra como en el capítulo lll, que evoca la Parábola del Retorno (Señora, buenos
días; señor, muy buenos días... / Decidme: ¿Es esta granja la que fue de
Ricard? / ¿No estuvo recatada bajo frondas umbrías, /no tuvo un naranjero, y un
sauce y un palmar? / El viejo huertecillo de perfumadas grutas / donde
íbamos... donde iban los niños a jugar, / ¿no tiene ahora nidos y pájaros y
frutas? / ¿Señora, y quién recoge los gajos del pomar? / Decidme, ¿ha mucho
tiempo que se arruinó el molino / y que perdió sus muros, su acequia, su pajar?
/ Las hierbas, ya crecidas, ocultan el camino.
/ ¿De quién son esas fábricas? ¿Quién hizo puente real? / El agua de la
acequia, brillante, fresca y pura, / no pasa alegre y gárrula cantando su
cantar; / la acequia se ha borrado bajo la fronda oscura, / y el chorro, blanco
y fúlgido, ni riela ni murmura... / Señor, ¿no os hace falta su música cordial?
(…)
Según el propio
Mejía Vallejo, citado por el padre Troncoso, la historia es esta:
“Estaba en el Teatro
Junín, en Galería. Cuando eso, la entrada costaba quince centavos. La película
era muy triste y, en ella, un hombre se iba de su tierra. Dejaba todo lo que él
había sido". Ahí Manuel sintió algo. Empezó a escribir en un cuadernito de
rayas azules, con márgenes rojas. "Me di cuenta que era escritor",
dijo él.
Empezó a recordar la
finca con tanta ingenuidad, que ni cambiaba los nombres. "Era tan pendejo
que no sabía que había que cambiar eso". Puso sobre las delgadas líneas
sus primeras palabras de La tierra éramos nosotros".
El argumento de la
novela es sencillo, escribe el padre Troncoso: “Un joven con alma de artista
vuelve a su lugar de origen, la finca de la familia, situada en inmediaciones
del rio San Juan, donde pasa un año conviviendo con los campesinos e
identificándose con la naturaleza. Se enamora de una bella muchacha a quien
luego abandona para volver a la ciudad al ser llamado por su padre. La fábula
de la novela responde perfectamente a un tópico de la literatura universal: el
muchacho rico, inteligente y sensible enamorado de la muchacha bella, pero
pobre. Ante tal dilema sólo hay dos salidas posibles: la separación por la
muerte, en la tradición literaria romántica; o la huida del muchacho en la
tradición literaria más realista. Sin embargo, el valor de la obra se sitúa más
allá de esa historia simplista”.
En carta de José Alvear
Restrepo a Manuel Mejía Vallejo, fechada enero primero de 1946, Alvear Restrepo
ubica la obra como “perteneciente a la especie costumbrista con marcada
tendencia a lo idílico y poemático”.
La exuberancia verbal
de la novela, el entusiasmo de la narración, los abundantes giros poéticos; los
trazos de Rogelio, Abraham y Celino, anunciaban el nacimiento de un prolífico
narrador y poeta.
Mucho antes de esta
novela, Manuel había descubierto su pasión por escribir. Él mismo relata como
en una ocasión ayudó a escribir a unos campesinos enamorados, cartas de amor:
“Aquellas primeras cartas que yo hice con mala letra y pésima ortografía entre
Jael y Ramón Ángel fueron el primer esbozo literario que yo tuve; luego fueron
los cuentos que yo contaba cuando íbamos a algún velorio. Así que puede decirse
que mi primera obra fue haber servido de secretario de amantes campesinos;
después, cuando cumplí trece años, mi madre me envió una carta donde elogiaba
mi manera correcta para describir situaciones de la vida cotidiana, como, por
ejemplo, lo que sucedía en una plaza de mercado o la visita de un familiar o
amigo. Fue en ese momento que me puse a pensar qué era esa vaina de escribir
bien y de ahí tal vez nació mi vocación”. Muy pronto va a lograr el sueño de un
escritor: escribir su primera novela. Luego considerará que fue una novela muy
ingenua, pero, siempre estuvo satisfecho con esa experiencia de honestidad
literaria consigo mismo, con el hecho de “comenzar” a escribir.
Facsímil de La tierra éramos nosotros
La novela recibió muy
buenos comentarios; uno de los elogios más importantes, lo recibió del otro
gran escritor antioqueño, el filósofo Fernando González Ochoa:
“Obra juvenil,
fuerte, movida, tan nuestra, tan universal a un mismo tiempo. […] Usted se ha
señalado como el delantero de nuestra novela”.
Despertó tantos
elogios su primera creación, que algunas personas, con perfidia y envidia,
comenzaron a decir que la novela no había sido escrita por el joven Mejía
Vallejo, “que alguien más la había escrito por él”; la obra del maestro,
posterior a estos maldicientes, les cerró la boca.
El biógrafo Augusto Escobar Mesa –citado por
el historiador de la Universidad Nacional de Colombia, Frank David Bedoya
Muñoz-, dice que frente a la desilusión que sufrió el joven escritor cuando
cuestionaron su primera obra, un tío -sobre el medio literario-, le dijo: “Vea,
sobrino, usted va a caer en el gremio más hijo de puta del mundo”.
Muy pronto, Manuel
tomó gusto por la bebida, especialmente por el ron. Tanto así que, nos relata
Guillermo Angulo, que mucho tiempo después en la finca de Mejía Vallejo, al Ron
Medellín Añejo, le empezaron a decir “Ron Medellín Vallejo”.
Sobre el tema del
alcohol, uno de los testimonios que dejó Manuel Mejía Vallejo, fue el
siguiente:
“Beber, sí, beber,
pero jamás como una meta […] La sobriedad no ha dado genios, tampoco los ha
dado la borrachera […] Si antes de la sobriedad o de la borrachera no hay
lucidez, ¡despídete, viejo, que eso no lo sirven en copas! […] Debe aceptarse
el licor mientras no vaya contra nuestra dignidad de hombres, de escritores, de
creadores. La dignidad del oficio es una cosa tan frecuentemente olvidada. Ella
ni debe dejarse encasillar, no dejarse sobornar, no oficializarse […] Yo bebo,
pero mi trago es amigo de las canciones, de la mirada larga sobre un paisaje,
de lo dolido en algunas almas dolidas. Mi trago es amigo de los amigos, de las
cuerdas de una guitarra, de una voz que nos va diciendo lo que diríamos si
tuviéramos voz. […] Mi trago es amigo de los muertos vecinos, de los nombres
olvidados, de los epitafios que siguen en mí y que en alguna forma anuncian mi
propia muerte. Soy amigo de esa muerte y de la vida que vamos viviendo y
muriendo en cada trago, en cada palabra, en cada respiración”.
A La tierra éramos
nosotros, le seguirán nuevas escrituras, nuevos trabajos (columnista,
guionista de radionovelas, profesor de español, secretario en la Contraloría de
Antioquia, entre otros); pero, lo que más lo apasionaba eran las tertulias en
los cafés; los temas preferidos: la literatura y la política, el entusiasmo por
Jorge Eliécer Gaitán, época apasionada y trágica que acabará con el asesinato
del "caudillo del pueblo", como se es sabido, el 9 de abril de 1948.
Muchas veces estuvo
desempleado; pero ya nunca abandonó la escritura; a pesar de las adversidades:
“En esa época le tocaba vivir a uno a la enemiga con la gente. Escribir era un
desafío porque todo artista era un bohemio, un perdido, la oveja descarriada de
la familia; nunca se tenía un hogar. Era una vida desorganizada con alma y
cuerpo en peligro y la enemistad de la sociedad y de la gente conocida. Uno
necesitaba mucho valor para sobrevivir a las presiones, tanto en la palabra
directa como en los sermones o en el silencio opacador”.
Cuenta el profesor
Augusto Escobar Mesa que “Manuel Mejía Vallejo, junto con sus amigos Rodrigo
Arenas Betancur, Alberto Aguirre y Guillermo Angulo, con el apoyo de Pedro Nel
Gómez y Fernando González empezaron a liderar un movimiento cultural: la labor del
grupo consistía en conseguir libros y fundar bibliotecas populares en los
distintos barrios de Medellín. También, crearon reinados populares. La reina
sería aquella que más libros consiguiera. Iban de casa en casa, de fábrica en
fábrica, solicitando libros o dineros para comprarlos. […] Esta iniciativa no
logró consolidarse como era deseable porque el clero y el partido conservador
la vetaron pues consideraban a las bibliotecas peligrosas para la moral.
Asimismo, aquel grupo se hizo acreedor a la animadversión de algunos periódicos
porque, según ciertos editorialistas, ellos eran comunistas peligrosos con
simpatías gaitanitas”. Y Mejía Vallejo sí era gaitanista, pero, su lucha era
más cultural que en la militancia política directa. Pero, igual su trabajo en
la Contraloría lo perdió por ser “liberal y gaitanista”.
El asesinato de Gaitán, los problemas con los
conservadores, la pérdida del trabajo, hicieron que Mejía Vallejo se fuera como
auto exiliado a Venezuela.
Escobar Mesa nos
cuenta que: “Mejía viajó a Venezuela en busca de un ambiente más propicio
"para colgar el trapecio de los sueños y beberse la luz venezolana a
borbollones". Se fue del país como antes lo hicieron otros: Silva, Barba
Jacob, Fernando González”.
Mejía Vallejo se
radicó en Maracaibo, y durante seis años se dedicó al periodismo y seguiría
mejorando su escritura. En el año de 1952, ganó el concurso anual de cuento,
organizado por el periódico El Nacional, con el relato “La guitarra”. Otros
cuentos tratarían sobre del desarraigo, la miseria de los hombres, las luchas
sociales. Algunos editoriales polémicos escritos por Mejía Vallejo, ese mismo
año del premio, lo obligaron a regresar a Medellín. Colombia vivía una
Violencia intensa bajo la “dictadura” civil de Laureano Gómez. Y Mejía decide
emprender de nuevo un viaje, en esta ocasión, el destino sería México; para ir
tras las huellas de Porfirio Barba Jacob, como lo había soñado ya.
Mejía comenzó su
viaje -nos relata Escobar Mesa- en Panamá, para luego continuar por Costa Rica,
Nicaragua, El Salvador y Guatemala, países en los que indagó sobre la presencia
del poeta antioqueño. […] En diciembre de 1952, empezó a enviar sus crónicas y
testimonios sobre Porfirio Barba Jacob, que fueron publicados en el Magazín
literario del Espectador.
Estuvo en Centro
América, hasta 1956, viajando y ejerciendo el periodismo. El viaje soñado a
México se aplazaba indefinidamente y fue cuando regresó a Medellín.
A La tierra éramos
nosotros (1945), le siguió una larga producción literaria representada en
10 novelas, 209 cuentos y relatos, 4 poemarios con 575 décimas, coplas y
poemas, así como decenas de artículos y ensayos en revista y periódicos.
Entre las novelas,
destacan: Al pie de la ciudad (1958), El día señalado (1964), Aire
de tango (1973), Las muertes ajenas (1979), Tarde de verano
(1981), Y el mundo sigue andando (1984), La sombra de tu paso
(1987), La casa de las dos palmas (1988), Los abuelos de cara blanca
(1991), y Los invocados (1997).
Al criterio general y
acertado de que Manuel Mejía Vallejo fue, ante todo, cuentista, responde Tiempo
de sequía (1957), Cielo cerrado (1963), Cuentos de zona tórrida
(1967), Las noches de la vigilia (1975), Otras historias de Balandú
(1990), Sombras contra el muro (1993), La muerte de Pedro Canales
(1933), y La venganza y otros relatos (1995).
Son clásicos, sus
ensayos: Breve elogio de la muerte (1957), María, más allá del paraíso (1984),
y Hojas de papel (1985); entre sus poemarios, tenemos: Prácticas para el olvido
(1977), Décimas, el viento lo dijo (1981), Memoria del olvido (1990), y
Soledumbres (1990).
Entre los premios que recibió, figuran: El Premio
Nadal, 1963, por El día señalado; el Rómulo Gallegos, 1989, por La
casa de las dos palmas; el Casa de las Américas, 1972, por Las muertes
ajenas; el Vivencias, 1973, por Aire de tango, y el Plaza y Janés, 1979,
por Tarde de verano.
Como
Barba Jacob, uno de sus poetas predilectos, recorrió las tierras de Venezuela,
Costa Rica, Guatemala, San Salvador, Panamá y España, ejerciendo el periodismo,
reuniendo textos sobre la copla popular, las leyendas americanas y avanzando en
el camino de la literatura.
Sobre esto último, es
necesario apuntar que, en el prólogo al tomo Poesía completa de Manuel
Mejía Vallejo, el poeta colombiano José Manuel Arango, escribió: “La poesía de
Manuel Mejía Vallejo nace de su narrativa, es como una rama que se separa natural
y progresivamente de su tronco para adquirir rasgos propios. Como si fuera uno
más de los personajes de sus novelas, uno de esos hombres que van de aquí para
allá en continua trashumancia, pero siempre acompañados de su guitarra, el
autor rompe de pronto a cantar sus coplas y décimas. Porque, como acostumbraba
a repetir cuando estaba con sus amigos, alrededor del fuego y de una botella y
con el acompañamiento de sus músicas preferidas, "lo importante es la
canción”.
Para Manuel Mejía
Vallejo, "las coplas y décimas le alegran el corazón a quien va de pena
larga". Para muestra, dos, de las
cien décimas que componen el libro El viento lo dijo, publicado en 1981 por la
editorial de la Universidad de Antioquia:
Aún
recuerda mi guitarra
las canciones de otros días,
cuando tras las melodías
iba el corazón de farra.
Si hoy por hoy no se desgarra
cuando la noche la llena,
no es que aparezca serena
sino que al fin aprendió
a esconder, como hago yo,
bajo el silencio la pena.
Por
ser cierto lo del fardo
que traemos al nacer,
desde antes de caer
camino con paso tardo.
Iré sobre el barro pardo
sin metro dónde acampar,
sólo por justificar
esta verdad medio trunca:
el que no ha salido nunca
tampoco puede llegar.
Para 1964, Mejía
Vallejo tenía sólo 40 años. No le podía faltar su vaso de ron. No le preocupaba
los afanes del poder o de la gloria. Disfrutaba con su pasión de escribir.
Eliana Urrego Arango,
en su tesis doctoral, “Balandú: pueblo en vía de sueño” (2017), afirma:
“El Premio Nadal
sirve de impulso para la obra de Mejía Vallejo. Tras su concesión, El día
señalado tuvo diecisiete ediciones, fue traducida a siete idiomas –alemán,
francés, danés, sueco, holandés, italiano y japonés–, convirtiéndose quizá en
la obra más conocida del autor. En relación con su vida, se presentan nuevas
oportunidades, renuncia a la Imprenta Departamental con el fin de viajar
Barcelona a recibir el galardón y realizar una estancia de varios meses,
trabajando en la promoción de su obra a partir de conferencias y cursos cortos
en España, Francia e Italia. Regresa a Medellín a finales del año 1964, a
partir de entonces se dedica a la enseñanza, trabaja como profesor de Historia
del arte en el Instituto de Bellas Artes y de Español y literatura en la
Universidad Nacional. A la par reactiva, en colaboración con amigos, la
publicación de libros comprando excedentes de papel, hecho que da nombre a la
editorial Papel Sobrante”.
A esta altura,
podemos decir que, en sus novelas, coplas, poesía y cuentos, Manuel Mejía
Vallejo redondea la saga de los Herreros, La saga de Balandú. Dice la citada
Eliana María Urrego Arango, en su tesis doctoral, entregada a la Escuela de
Ciencias Sociales, de la UPB:
“Balandú es un
universo literario creado por Manuel Mejía Vallejo (1923-1998) en el que cuenta
la historia de la familia Herreros y se refleja una parte de la historia del
suroeste de Antioquia, en especial del municipio de Jardín. El proyecto de
Balandú comienza a vislumbrarse a partir de la primera novela y se convierte en
la fuerza hasta la última producción del escritor antioqueño, quien muestra su
más honda obsesión: una saga y 10 pueblos son el sueño de Balandú, donde deja
constancia del territorio que habitó, en el tono de una poética de la tierra.
La tierra natal de un hombre es recreado en una narración donde la fantasía, la
magia y la cosmovisión tradicional nombran la realidad de la vida cotidiana,
las labores diarias, la dialéctica entre el amor y el odio de los lazos
familiares. Balandú alcanza su nombre y deja de lado la intención de
inventariar sus pormenores, se revela como una imagen cuyo sentido va más allá
de sí misma y que, en el intento de responder a la universal pregunta por la
génesis, proyecta una visión andina como posible respuesta. Ese condado que se
vislumbra bajo la sombra imponente de la montaña contiene la tenacidad
arrasadora de sus colonizadores, el desenfado de los arrieros, la esperanza de
sus fundadores, la vitalidad de la gente que cultiva el café y la desilusión de
una estirpe maldita. Balandú es la imagen que condensa todo ello, es un pueblo
en vía de sueño”.
Para 1967, Mejía Vallejo decide buscar la
soledad del campo, compra una finca en el municipio El Retiro; llamará a la
finca “Ziruma”, un vocablo wayuu que significa “cerca del cielo”. Es la vuelta
al campo, a la recordación, a la soledad y al ensueño.
En 1975, contrae
matrimonio con la arquitecta Dora Luz Echeverría Ramírez, fundan una familia y
lo sustenta, así: “Yo había hecho todo menos casarme y ya tenía cincuenta años.
Vi que me faltaba esa experiencia de tener un hijo y la responsabilidad que eso
conlleva. Había empezado a dejar la bohemia porque se me había vuelto muy
peligrosa y tenía otros afanes, y tal vez la nostalgia del hogar propio”.
Por esas calendas, acepta ser profesor en la
Universidad Nacional de Medellín, y aprovecha para asumir la dirección del
Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto, en 1979.
Su obra es el fiel
testimonio de una vida dedicada al pensamiento y a la literatura, como lo hizo,
con maestría sin igual, don Tomás Carrasquilla. El maestro Mejía Vallejo creó
con su obra un vasto universo narrativo. Ella es, a todas luces, plétora de esencialidades
que definen claramente el ser y el hacer del hombre antioqueño, y del
colombiano, y del universal, en tanto que su obra convoca la vida, pero también
la muerte; la violencia, pero también la ternura; la soledad, pero también la
alegría.
Manuel Mejía Vallejo,
el antioqueño de corazón campesino y estampa citadina, gozó la vida con ímpetu,
casi con pasión. Así lo sintió su amigo el profesor canadiense Kurt L. Levy,
cuando, en su libro, Mi deuda con Antioquia, expresó: “Mejía Vallejo vive estimulando,
inspirando y orientando; vive creando rodeado de su familia, sus discípulos y
sus amigos. Impone el cariñoso conocimiento de la tierra y su habitante como
dimensión estética, y la tierra y su habitante corresponden con auténtico
cariño. Es uno de los raros, muy raros, individuos universalmente admirados y
queridos”.
Como escribió Beatriz
Mesa Mejía (Vivir en el Poblado, 12 mayo, 2023): "Manuel cuidó la palabra
y la amó. Su obra, toda, es la afirmación de esa realidad. Por eso el cuidado
de cada detalle, de cada frase, de cada descripción. Fina costura de una
narración impecable que conduce a sus lectores por sinuosos caminos, a veces
bellos, a veces terribles, reflejando en cada relato la esencia de nuestra
condición de habitantes de un mundo que nos sorprende y nos deslumbra y, muchas
veces, nos deja llenos de contradicciones".
En 1994, el maestro
sufrió un accidente cerebro vascular que lo privó de la capacidad del habla.
Una dura ironía de la existencia, con alguien que disfrutó tanto y con gran
maestría del uso de la palabra.
Tal como si lo
hubiera predicho en sus versos –“Si uno durmiera y de pronto olvidara
despertar… como si el sueño recordara el deber humano de morir”–, el creador de
la saga de Balandú falleció el 23 de julio de 1998, en El Retiro, Antioquia. Concluyó
su vida en consonancia con sus palabras: “Mi tarea es cumplir como hombre y
vivo la vida del hombre hasta el máximo que permita el corazón, y, también, sin
permiso de él. No nací para ahorrar vida y si muero diez años antes de lo que
podría vivir, tampoco me importa porque la tarea no es durar”.
Guillermo Angulo,
artista y fotógrafo, evoca así a su amigo Manuel Mejía Vallejo: “Cuando Manuel
estaba alegre, ebrio de amistad y de ron, lanzaba un grito, según él, aprendido
de un borrachito de su tierra: "¡Ah bueno morirme, p´alquilar mi casa!”.
En Ziruma, dice el
historiador, crece un frondoso roble que
es su tumba y él, con su tradicional generosidad, lo ha alimentado hasta
volverlo enorme. A la sombra del roble está escrito su epitafio, inventado por
él en vida; y que todos recordamos con una sonrisa: "¡No me sirvan
más!".
Más que miedo a la
muerte, el maestro le tenía miedo al olvido: “Uno se muere cuando lo olvidan”,
solía decirnos, cuando nos invitaba a que leyéramos a Horacio Quiroga, Antón
Chejov, Ernest Hemingway, o al mismo Carrasquilla.
Este era mi maestro
Manuel Mejía Vallejo, y los talleristas, los que íbamos con devoción a su
taller de escritores, lo sabíamos. Y nos sentíamos privilegiados porque, la
mayoría, procedíamos de pueblos, como el mismo Manuel, para la época, lejanos y
olvidados del centralismo. Todos nos educábamos a golpes de amor por la
lectura.
Ahora, cuando por
muchos rincones del departamento celebramos la primera centuria del nacimiento
del escritor Manuel Mejía Vallejo, nos inclinamos con verdadero fervor ante el
maestro, ante el amigo, ante el padre que creíamos tener, desde los viejos sillones
del salón de conferencias de la querida Biblioteca Pública Piloto de Medellín.
Hoy, corriendo el mes
de julio de 2023, a los 100 años de su feliz nacimiento en la bella cuna de
Jericó; y 44 años después de haber gozado de su presencia, sus enseñanzas, su
deliciosa conversación y su obra, en el citado Taller de Escritores de la
Piloto, lo celebramos, y decimos con fuerza que el maestro no tiene olvido, que
sigue vivo, porque lo seguimos releyendo, queriendo y considerándole amigo,
maestro y padre de nuestras pocas o muchas incursiones en el periodismo, en la
literatura y en las cosas cercanas al hombre y a la vida.
Bibliografía:
TRONCOSO, LUIS MARINO. Proceso creativo y
visión del mundo en Manuel Mejía Vallejo. Bogotá, Editorial Prínter Colombiana
Ltda.
BEDOYA Muñoz, FRANK DAVID. La vida de Manuel
Mejía Vallejo. Al Poniente, 1º de nov de 2021
MEJIA, JUAN DIEGO. La literatura bien hecha
siempre será una luz para aclarar los rumbos. Las dos Orillas, abril 8 de 2022.
LEVY, KURT. Mi deuda con Antioquia. Cengage
Gale, 1980
MONTOYA MONTOYA, RAFAEL. Poemas de Barba
Jacob. Siglo XX, 1948.
UNIVERSIDAD PONTIFICIA BOLIVARIANA. La tierra
éramos nosotros. 227 páginas. 1995
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA. El viento lo dijo.
1981.
MONTOYA CANDAMIL, JAIME. Vida, obra y
filosofía literaria. Talleres Ediciones Avance, 153 páginas. 1984.
ESCOBAR MESA, AUGUSTO. Manuel Mejía Vallejo
(1923-1964). Vida y obra como un juego de espejos. Instituto Tecnológico
Metropolitano, agosto de 2020.
URREGO ARANGO, ELIANA MARÍA. Pueblo en vía de
sueño, Balandú en la obra de Manuel Mejía Vallejo. Editorial Universidad
Pontificia Bolivariana. Medellin, 2020.
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