La tierra éramos nosotros: Manuel Mejía Vallejo

 

Centenario de Manuel Mejía Vallejo (1923-1998)

Seguimos publicando textos sobre la obra de Manuel Mejía Vallejo, en el centenario de su natalicio. El historiador Iván de J. Guzmán López, discípulo de Manuel en Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, nos ha enviado este texto, crónica afectuosa y nostálgica, acompañado de fotos sobre Mejía Vallejo. Son nuevos matices y otras perspectivas para acercarnos a la obra y vida y huellas que dejó uno de los más importantes escritores latinoamericanos del siglo pasado. Isaías Peña Gutiérrez

 

LA TIERRA ÉRAMOS NOSOTROS


Por Iván de J. Guzmán López

Academia Antioqueña de Historia

 

Era la tarde más feliz para todos. Uno a uno íbamos llegando, hasta llenar buena parte de la entrañable sala de conferencias de nuestra Biblioteca Pública Piloto de Medellín. Tomábamos asiento de manera silenciosa, como si ello fuera la antesala de una ceremonia muy cercana al espíritu. Yo tomaba una de las sillas de adelante, costumbre que traía de mis años escolares. Los demás, aquellas que su esencia les ordenara.

A lo lejos, por la puerta que daba al área administrativa, aparecía la figura decimonónica, casi de gentleman, del maestro, con su inseparable vaso de ron y la compañía de Gloria Inés Palomino, directora de la Biblioteca, con su discreta sonrisa que le aparecía muy a propósito de su delicada piel morena. No era alta, no tenía aires de grandeza, más bien de humildad, pero al lado del maestro parecía una gran dama, muy al estilo de las creaciones de los novelistas franceses.

Nos alcanzaba a todos con su mirada, algo apagada; pero a la sombra de sus ojos, que abarcaban todo el auditorio, nos sentíamos ante el maestro de los sueños: los sueños de escribir que ya, desde la juventud, nos acosaban el cuerpo y el alma; eran como sueños imperiosos, orgánicos, como urgencia de vida. “Siempre iba de inmaculados traje, corbata y almidonada camisa blanca con mancornas. Pocas veces de elegante vestido informal -nos recuerda mi compañero de entonces, y amigo de hoy, el gran columnista, escritor y poeta, Alejandro García Gómez-; en el sobaco de la mano izquierda apretaba los “trabajos” de los talleristas, que serían comentados por él esa tarde. Saludaba y se sentaba. De ahí en adelante era diferente lo que seguía para cada sesión, pero más o menos había una directriz, no acordada, claro, que la manejaba él. Casi siempre comenzaba a conversar sobre temas de actualidad, que los hilvanaba con recuerdos o con apuntes literarios de algún autor o con algún poema o con fragmentos de novelas o de cuentos, todo de su memoria. Nos mantenía electrizados. Manuel era un maestro de la charla. De su boca, toda exageración salía tan real como cualquiera de las verdades del Apocalipsis y a todos nos amarraba con extraños hilos magnéticos. A veces intercalaba unos versos suyos o de un poeta al que admiraba. Sabía muchos poemas de memoria, fragmentos de novelas, de cuentos y hasta de ensayos; claro, de quienes admiraba".

Nos quería a todos, y de alguna manera se daba cuenta de quién faltaba:

En cierta ocasión, se quedó mirando hacia la margen derecha del auditorio, meditó unos segundos, y preguntó:

-¿Qué le pasó a Juan Javier, que no ha vuelto?

Alguien se apresuró a responder:

-A Juan Javier lo mató un carro, hace un mes.

El maestro mostró su desazón en el rostro, apresuro un trago de ron, y anotó con su voz ronca:

-¡Qué vaina! Y tanto pendejo sobreaguado.  

De vez en cuando volvía mi cabeza hacia atrás, y veía a José Libardo Porras (quien a la postre sería un gran novelista, cuentista y cronista), tamesino, de mi misma edad, y amigo entrañable desde entonces, que tristemente falleció hace poco. Más adelante veía a Luis Fernando Macías; hacia la derecha estaba Alejandro García Gómez, el joven de Sandoná (Nariño), que luego se convertiría en mi compañero columnista del periódico El Mundo, novelista y gran poeta. Más allá, dona Claire Levy de Holguín, doña Clemencia Hoyos de Montoya, autora de crónicas preciosas de su tierra, Urrao, y, más cerca de mi asiento, René Jaramillo Valdés, escritor, novelista y editor. 

Leer cualquier fragmento del maestro es no sólo un homenaje; es darle vida; es traer a la memoria su menuda y familiar presencia, con su eterno vaso de ron con Coca-Cola como una extensión de su mano, su impecable traje de factura decimonónica, su palabra feraz y su ligera sonrisa de campesino confiado.

Nuestro maestro Manuel Mejía Vallejo, hijo de Alfonso Mejía Montoya y Rosana Vallejo, nació en Jericó, Antioquia, el 23 de abril de 1923, como una premonición de su oficio fundamental. Alguna vez, a propósito de la casa donde nació, dijo, con su fino humor, a veces disimulado: “Nací al pie de la casa de la Madre Laura, la única santa que ha tenido Colombia. Es que los santos nos encontramos, así sea en la tierra”. 

La casa paterna, en Jericó, donde nació el maestro, es hoy un museo, un centro de cultura y, para su preservación y vigencia, don José María Dávila Vives, hace 35 años, fundó y dirige desde allí el magnífico Centro de Educación Compujer (Computadores de Jericó), cuya misión de llevar educación y cultura a todo el suroeste antioqueño, ya cumple 35 años.

 

Casa donde nació el maestro Manuel Mejía Vallejo. Municipio de Jericó.

Toda su infancia la vivió en Jardín, el hermoso pueblo vecino: “Yo nací en un pueblo y me crie en la finca y en el pueblo hasta los trece o catorce años. Por eso mi literatura está untada de campo, de montaña, también, de ciudad”, declaró alguna vez a la crítica Jorgelina Corbata.

 

Por una quiebra económica de su padre, Mejía Vallejo dejó su tierra amada; a los 13 años se va para Medellín, donde continuó sus estudios de bachillerato en la Universidad Pontificia Bolivariana. “Tanto catolicismo lo hizo rechazar los dogmas religiosos y se volvió contestatario y rebelde”. “Yo era un disidente –confesó Manuel–, porque era de los pocos liberales que había allí; además, era de izquierda y antifranquista”. Estaba claro: era amigo de la conversación libre, los debates y las tertulias con los amigos:

“Mi rebeldía se acrecentaba ante un medio tan fanático y conservador. Era una convicción personal contra el medio hostil”, declaraba. “En el Colegio nos tenían prohibido la lectura y había que pedirle autorización a monseñor Henao o a los vigilantes para prestar alguna obra; por ejemplo, no nos dejaban leer la Biblia, ni ningún diccionario y menos novelas. ¡Era el colmo! ¡Nos tocaba vivir a la enemiga!”.

Entonces abandonó sus estudios, y sin graduarse, se puso mejor a escribir –dice el historiador Frank David Bedoya Muñoz–. “También se puso a dibujar. La escritura y el dibujo serían sus principales apuestas. Ingresó al Instituto de Bellas Artes en 1941. Ahora comenzó a soñar con viajar, buscar nuevos horizontes. Antes que Fernando Vallejo, Manuel Mejía Vallejo soñó con ir a México a seguir las huellas de Porfirio Barba Jacob. Pero, en lo inmediato, después de un viaje de regreso a su tierra de la infancia, decidió escribir su primera novela: La tierra éramos nosotros”.

Manuel Mejía Vallejo irrumpió en la literatura con un ímpetu inusual: La tierra éramos nosotros, fue entregada por su madre a León de Greiff, quien encabezaba por la época el grupo de Los Panidas. Y generó mucho escándalo porque el maestro contaba entonces con tan sólo 22 años, y se pensó que el verdadero autor era un tío homónimo suyo. La grata impresión que causó la novela entre Los Panidas, le valió el reconocimiento de los grupos literarios de su generación, y aún de las anteriores.

Los Panidas constituían un movimiento literario y artístico de principios del siglo XX en Colombia, iniciado por trece jóvenes intelectuales de Medellín con edades entre 18 y 20 años, inconformes con las propuestas literarias, artísticas y filosóficas de su época y deseosos de una renovación. Ellos, eran: Jorge Villa Carrasquilla, Pepe Mexia (Félix Mejía), José Manuel Mora Vásquez, León de Greiff, José Gaviria Toro, Rafael Jaramillo Arango, Teodomiro Isaza, Fernando González, Bernardo Martínez Toro, Ricardo Rendón, Eduardo Vasco Gutiérrez, Libardo Parra Toro y Jesús Restrepo Olarte. El movimiento tuvo sus inicios en 1914 y su máxima manifestación se dio en 1915 con la Revista “Los Panidas”. El nombre se toma de la mitología griega del dios Pan, quien representaba a la naturaleza entera personificada. En una banca del Parque de Bolívar nació el grupo. Siempre contaron con el apoyo de Don Tomás Carrasquilla y don Fidel Cano.

La novela fue publicada en 1945, con el apoyo de su madre y Los Panidas. Es, a grandes rasgos, una novela autobiográfica que mostraba el mundo rural de la época; un relato poético de la existencia en las montañas. “A mí no se me ha podido despegar de la memoria la vida que viví de niño y de adolescente en aquellos territorios azarosos, abruptos y hermosos, y aquellas narraciones que escuchaba de “La tierra del irás y no volverás”, de “La flor de lilolá”, de los cuentos encantados, de los aparecidos locales. Por eso mi primera novela se llamó La tierra éramos nosotros. “Nosotros en realidad éramos el barro, la arcilla que pisamos de niños con los caballos, con los bueyes, con las mulas, con nuestros compañeros”, dijo después el escritor.

El padre jesuita Luis Marino Troncoso, en su libro Proceso creativo y visión del mundo en Manuel Mejía Vallejo, un acercamiento al proceso cultural antioqueño afirma: “Luego de algunos poemas y cuentos escritos entre los 15 y los 17 años, la idea de la novela La tierra éramos nosotros le surgió al ver una película donde un hombre que había dejado su tierra, recuerda su finca abandonada, vuelve a ella y recupera un paisaje y unas gentes.  Mejía Vallejo era, en ese entonces, un joven totalmente imbuido y, hay que decirlo, aunque se relacionó permanentemente con Carrasquilla, debía más a Francisco de Paula Rendón (autor de la novela Inocencia, Bogotá, Editorial Minerva, 1936) y a Barba Jacob, que resuena en varios trozos de la obra como en el capítulo lll, que evoca la Parábola del Retorno (Señora, buenos días; señor, muy buenos días... / Decidme: ¿Es esta granja la que fue de Ricard? / ¿No estuvo recatada bajo frondas umbrías, /no tuvo un naranjero, y un sauce y un palmar? / El viejo huertecillo de perfumadas grutas / donde íbamos... donde iban los niños a jugar, / ¿no tiene ahora nidos y pájaros y frutas? / ¿Señora, y quién recoge los gajos del pomar? / Decidme, ¿ha mucho tiempo que se arruinó el molino / y que perdió sus muros, su acequia, su pajar? / Las hierbas, ya crecidas, ocultan el camino.  / ¿De quién son esas fábricas? ¿Quién hizo puente real? / El agua de la acequia, brillante, fresca y pura, / no pasa alegre y gárrula cantando su cantar; / la acequia se ha borrado bajo la fronda oscura, / y el chorro, blanco y fúlgido, ni riela ni murmura... / Señor, ¿no os hace falta su música cordial? (…)

 Según el propio Mejía Vallejo, citado por el padre Troncoso, la historia es esta:

“Estaba en el Teatro Junín, en Galería. Cuando eso, la entrada costaba quince centavos. La película era muy triste y, en ella, un hombre se iba de su tierra. Dejaba todo lo que él había sido". Ahí Manuel sintió algo. Empezó a escribir en un cuadernito de rayas azules, con márgenes rojas. "Me di cuenta que era escritor", dijo él.

Empezó a recordar la finca con tanta ingenuidad, que ni cambiaba los nombres. "Era tan pendejo que no sabía que había que cambiar eso". Puso sobre las delgadas líneas sus primeras palabras de La tierra éramos nosotros".

El argumento de la novela es sencillo, escribe el padre Troncoso: “Un joven con alma de artista vuelve a su lugar de origen, la finca de la familia, situada en inmediaciones del rio San Juan, donde pasa un año conviviendo con los campesinos e identificándose con la naturaleza. Se enamora de una bella muchacha a quien luego abandona para volver a la ciudad al ser llamado por su padre. La fábula de la novela responde perfectamente a un tópico de la literatura universal: el muchacho rico, inteligente y sensible enamorado de la muchacha bella, pero pobre. Ante tal dilema sólo hay dos salidas posibles: la separación por la muerte, en la tradición literaria romántica; o la huida del muchacho en la tradición literaria más realista. Sin embargo, el valor de la obra se sitúa más allá de esa historia simplista”.

En carta de José Alvear Restrepo a Manuel Mejía Vallejo, fechada enero primero de 1946, Alvear Restrepo ubica la obra como “perteneciente a la especie costumbrista con marcada tendencia a lo idílico y poemático”.

La exuberancia verbal de la novela, el entusiasmo de la narración, los abundantes giros poéticos; los trazos de Rogelio, Abraham y Celino, anunciaban el nacimiento de un prolífico narrador y poeta.

Mucho antes de esta novela, Manuel había descubierto su pasión por escribir. Él mismo relata como en una ocasión ayudó a escribir a unos campesinos enamorados, cartas de amor: “Aquellas primeras cartas que yo hice con mala letra y pésima ortografía entre Jael y Ramón Ángel fueron el primer esbozo literario que yo tuve; luego fueron los cuentos que yo contaba cuando íbamos a algún velorio. Así que puede decirse que mi primera obra fue haber servido de secretario de amantes campesinos; después, cuando cumplí trece años, mi madre me envió una carta donde elogiaba mi manera correcta para describir situaciones de la vida cotidiana, como, por ejemplo, lo que sucedía en una plaza de mercado o la visita de un familiar o amigo. Fue en ese momento que me puse a pensar qué era esa vaina de escribir bien y de ahí tal vez nació mi vocación”. Muy pronto va a lograr el sueño de un escritor: escribir su primera novela. Luego considerará que fue una novela muy ingenua, pero, siempre estuvo satisfecho con esa experiencia de honestidad literaria consigo mismo, con el hecho de “comenzar” a escribir.

 Facsímil de La tierra éramos nosotros

 

La novela recibió muy buenos comentarios; uno de los elogios más importantes, lo recibió del otro gran escritor antioqueño, el filósofo Fernando González Ochoa:

“Obra juvenil, fuerte, movida, tan nuestra, tan universal a un mismo tiempo. […] Usted se ha señalado como el delantero de nuestra novela”.

Despertó tantos elogios su primera creación, que algunas personas, con perfidia y envidia, comenzaron a decir que la novela no había sido escrita por el joven Mejía Vallejo, “que alguien más la había escrito por él”; la obra del maestro, posterior a estos maldicientes, les cerró la boca.

El biógrafo Augusto Escobar Mesa –citado por el historiador de la Universidad Nacional de Colombia, Frank David Bedoya Muñoz-, dice que frente a la desilusión que sufrió el joven escritor cuando cuestionaron su primera obra, un tío -sobre el medio literario-, le dijo: “Vea, sobrino, usted va a caer en el gremio más hijo de puta del mundo”.

Muy pronto, Manuel tomó gusto por la bebida, especialmente por el ron. Tanto así que, nos relata Guillermo Angulo, que mucho tiempo después en la finca de Mejía Vallejo, al Ron Medellín Añejo, le empezaron a decir “Ron Medellín Vallejo”.

Sobre el tema del alcohol, uno de los testimonios que dejó Manuel Mejía Vallejo, fue el siguiente:

“Beber, sí, beber, pero jamás como una meta […] La sobriedad no ha dado genios, tampoco los ha dado la borrachera […] Si antes de la sobriedad o de la borrachera no hay lucidez, ¡despídete, viejo, que eso no lo sirven en copas! […] Debe aceptarse el licor mientras no vaya contra nuestra dignidad de hombres, de escritores, de creadores. La dignidad del oficio es una cosa tan frecuentemente olvidada. Ella ni debe dejarse encasillar, no dejarse sobornar, no oficializarse […] Yo bebo, pero mi trago es amigo de las canciones, de la mirada larga sobre un paisaje, de lo dolido en algunas almas dolidas. Mi trago es amigo de los amigos, de las cuerdas de una guitarra, de una voz que nos va diciendo lo que diríamos si tuviéramos voz. […] Mi trago es amigo de los muertos vecinos, de los nombres olvidados, de los epitafios que siguen en mí y que en alguna forma anuncian mi propia muerte. Soy amigo de esa muerte y de la vida que vamos viviendo y muriendo en cada trago, en cada palabra, en cada respiración”.

A La tierra éramos nosotros, le seguirán nuevas escrituras, nuevos trabajos (columnista, guionista de radionovelas, profesor de español, secretario en la Contraloría de Antioquia, entre otros); pero, lo que más lo apasionaba eran las tertulias en los cafés; los temas preferidos: la literatura y la política, el entusiasmo por Jorge Eliécer Gaitán, época apasionada y trágica que acabará con el asesinato del "caudillo del pueblo", como se es sabido, el 9 de abril de 1948.

Muchas veces estuvo desempleado; pero ya nunca abandonó la escritura; a pesar de las adversidades: “En esa época le tocaba vivir a uno a la enemiga con la gente. Escribir era un desafío porque todo artista era un bohemio, un perdido, la oveja descarriada de la familia; nunca se tenía un hogar. Era una vida desorganizada con alma y cuerpo en peligro y la enemistad de la sociedad y de la gente conocida. Uno necesitaba mucho valor para sobrevivir a las presiones, tanto en la palabra directa como en los sermones o en el silencio opacador”.

Cuenta el profesor Augusto Escobar Mesa que “Manuel Mejía Vallejo, junto con sus amigos Rodrigo Arenas Betancur, Alberto Aguirre y Guillermo Angulo, con el apoyo de Pedro Nel Gómez y Fernando González empezaron a liderar un movimiento cultural: la labor del grupo consistía en conseguir libros y fundar bibliotecas populares en los distintos barrios de Medellín. También, crearon reinados populares. La reina sería aquella que más libros consiguiera. Iban de casa en casa, de fábrica en fábrica, solicitando libros o dineros para comprarlos. […] Esta iniciativa no logró consolidarse como era deseable porque el clero y el partido conservador la vetaron pues consideraban a las bibliotecas peligrosas para la moral. Asimismo, aquel grupo se hizo acreedor a la animadversión de algunos periódicos porque, según ciertos editorialistas, ellos eran comunistas peligrosos con simpatías gaitanitas”. Y Mejía Vallejo sí era gaitanista, pero, su lucha era más cultural que en la militancia política directa. Pero, igual su trabajo en la Contraloría lo perdió por ser “liberal y gaitanista”.

El asesinato de Gaitán, los problemas con los conservadores, la pérdida del trabajo, hicieron que Mejía Vallejo se fuera como auto exiliado a Venezuela.

Escobar Mesa nos cuenta que: “Mejía viajó a Venezuela en busca de un ambiente más propicio "para colgar el trapecio de los sueños y beberse la luz venezolana a borbollones". Se fue del país como antes lo hicieron otros: Silva, Barba Jacob, Fernando González”.

Mejía Vallejo se radicó en Maracaibo, y durante seis años se dedicó al periodismo y seguiría mejorando su escritura. En el año de 1952, ganó el concurso anual de cuento, organizado por el periódico El Nacional, con el relato “La guitarra”. Otros cuentos tratarían sobre del desarraigo, la miseria de los hombres, las luchas sociales. Algunos editoriales polémicos escritos por Mejía Vallejo, ese mismo año del premio, lo obligaron a regresar a Medellín. Colombia vivía una Violencia intensa bajo la “dictadura” civil de Laureano Gómez. Y Mejía decide emprender de nuevo un viaje, en esta ocasión, el destino sería México; para ir tras las huellas de Porfirio Barba Jacob, como lo había soñado ya.

Mejía comenzó su viaje -nos relata Escobar Mesa- en Panamá, para luego continuar por Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, países en los que indagó sobre la presencia del poeta antioqueño. […] En diciembre de 1952, empezó a enviar sus crónicas y testimonios sobre Porfirio Barba Jacob, que fueron publicados en el Magazín literario del Espectador.

Estuvo en Centro América, hasta 1956, viajando y ejerciendo el periodismo. El viaje soñado a México se aplazaba indefinidamente y fue cuando regresó a Medellín.

A La tierra éramos nosotros (1945), le siguió una larga producción literaria representada en 10 novelas, 209 cuentos y relatos, 4 poemarios con 575 décimas, coplas y poemas, así como decenas de artículos y ensayos en revista y periódicos.

Entre las novelas, destacan: Al pie de la ciudad (1958), El día señalado (1964), Aire de tango (1973), Las muertes ajenas (1979), Tarde de verano (1981), Y el mundo sigue andando (1984), La sombra de tu paso (1987), La casa de las dos palmas (1988), Los abuelos de cara blanca (1991), y Los invocados (1997).

Al criterio general y acertado de que Manuel Mejía Vallejo fue, ante todo, cuentista, responde Tiempo de sequía (1957), Cielo cerrado (1963), Cuentos de zona tórrida (1967), Las noches de la vigilia (1975), Otras historias de Balandú (1990), Sombras contra el muro (1993), La muerte de Pedro Canales (1933), y La venganza y otros relatos (1995).

Son clásicos, sus ensayos: Breve elogio de la muerte (1957), María, más allá del paraíso (1984), y Hojas de papel (1985); entre sus poemarios, tenemos: Prácticas para el olvido (1977), Décimas, el viento lo dijo (1981), Memoria del olvido (1990), y Soledumbres (1990).

Entre los premios que recibió, figuran: El Premio Nadal, 1963, por El día señalado; el Rómulo Gallegos, 1989, por La casa de las dos palmas; el Casa de las Américas, 1972, por Las muertes ajenas; el Vivencias, 1973, por Aire de tango, y el Plaza y Janés, 1979, por Tarde de verano.

 Como Barba Jacob, uno de sus poetas predilectos, recorrió las tierras de Venezuela, Costa Rica, Guatemala, San Salvador, Panamá y España, ejerciendo el periodismo, reuniendo textos sobre la copla popular, las leyendas americanas y avanzando en el camino de la literatura.

Sobre esto último, es necesario apuntar que, en el prólogo al tomo Poesía completa de Manuel Mejía Vallejo, el poeta colombiano José Manuel Arango, escribió: “La poesía de Manuel Mejía Vallejo nace de su narrativa, es como una rama que se separa natural y progresivamente de su tronco para adquirir rasgos propios. Como si fuera uno más de los personajes de sus novelas, uno de esos hombres que van de aquí para allá en continua trashumancia, pero siempre acompañados de su guitarra, el autor rompe de pronto a cantar sus coplas y décimas. Porque, como acostumbraba a repetir cuando estaba con sus amigos, alrededor del fuego y de una botella y con el acompañamiento de sus músicas preferidas, "lo importante es la canción”.

Para Manuel Mejía Vallejo, "las coplas y décimas le alegran el corazón a quien va de pena larga".  Para muestra, dos, de las cien décimas que componen el libro El viento lo dijo, publicado en 1981 por la editorial de la Universidad de Antioquia:

Aún recuerda mi guitarra
las canciones de otros días,
cuando tras las melodías
iba el corazón de farra.
Si hoy por hoy no se desgarra
cuando la noche la llena,
no es que aparezca serena
sino que al fin aprendió
a esconder, como hago yo,
bajo el silencio la pena.

Por ser cierto lo del fardo
que traemos al nacer,
desde antes de caer
camino con paso tardo.
Iré sobre el barro pardo
sin metro dónde acampar,
sólo por justificar
esta verdad medio trunca:
el que no ha salido nunca
tampoco puede llegar.

Para 1964, Mejía Vallejo tenía sólo 40 años. No le podía faltar su vaso de ron. No le preocupaba los afanes del poder o de la gloria. Disfrutaba con su pasión de escribir.

Eliana Urrego Arango, en su tesis doctoral, “Balandú: pueblo en vía de sueño” (2017), afirma:

“El Premio Nadal sirve de impulso para la obra de Mejía Vallejo. Tras su concesión, El día señalado tuvo diecisiete ediciones, fue traducida a siete idiomas –alemán, francés, danés, sueco, holandés, italiano y japonés–, convirtiéndose quizá en la obra más conocida del autor. En relación con su vida, se presentan nuevas oportunidades, renuncia a la Imprenta Departamental con el fin de viajar Barcelona a recibir el galardón y realizar una estancia de varios meses, trabajando en la promoción de su obra a partir de conferencias y cursos cortos en España, Francia e Italia. Regresa a Medellín a finales del año 1964, a partir de entonces se dedica a la enseñanza, trabaja como profesor de Historia del arte en el Instituto de Bellas Artes y de Español y literatura en la Universidad Nacional. A la par reactiva, en colaboración con amigos, la publicación de libros comprando excedentes de papel, hecho que da nombre a la editorial Papel Sobrante”.

A esta altura, podemos decir que, en sus novelas, coplas, poesía y cuentos, Manuel Mejía Vallejo redondea la saga de los Herreros, La saga de Balandú. Dice la citada Eliana María Urrego Arango, en su tesis doctoral, entregada a la Escuela de Ciencias Sociales, de la UPB:

“Balandú es un universo literario creado por Manuel Mejía Vallejo (1923-1998) en el que cuenta la historia de la familia Herreros y se refleja una parte de la historia del suroeste de Antioquia, en especial del municipio de Jardín. El proyecto de Balandú comienza a vislumbrarse a partir de la primera novela y se convierte en la fuerza hasta la última producción del escritor antioqueño, quien muestra su más honda obsesión: una saga y 10 pueblos son el sueño de Balandú, donde deja constancia del territorio que habitó, en el tono de una poética de la tierra. La tierra natal de un hombre es recreado en una narración donde la fantasía, la magia y la cosmovisión tradicional nombran la realidad de la vida cotidiana, las labores diarias, la dialéctica entre el amor y el odio de los lazos familiares. Balandú alcanza su nombre y deja de lado la intención de inventariar sus pormenores, se revela como una imagen cuyo sentido va más allá de sí misma y que, en el intento de responder a la universal pregunta por la génesis, proyecta una visión andina como posible respuesta. Ese condado que se vislumbra bajo la sombra imponente de la montaña contiene la tenacidad arrasadora de sus colonizadores, el desenfado de los arrieros, la esperanza de sus fundadores, la vitalidad de la gente que cultiva el café y la desilusión de una estirpe maldita. Balandú es la imagen que condensa todo ello, es un pueblo en vía de sueño”.

Para 1967, Mejía Vallejo decide buscar la soledad del campo, compra una finca en el municipio El Retiro; llamará a la finca “Ziruma”, un vocablo wayuu que significa “cerca del cielo”. Es la vuelta al campo, a la recordación, a la soledad y al ensueño.

En 1975, contrae matrimonio con la arquitecta Dora Luz Echeverría Ramírez, fundan una familia y lo sustenta, así: “Yo había hecho todo menos casarme y ya tenía cincuenta años. Vi que me faltaba esa experiencia de tener un hijo y la responsabilidad que eso conlleva. Había empezado a dejar la bohemia porque se me había vuelto muy peligrosa y tenía otros afanes, y tal vez la nostalgia del hogar propio”.

Por esas calendas, acepta ser profesor en la Universidad Nacional de Medellín, y aprovecha para asumir la dirección del Taller de Escritores de la Biblioteca Pública Piloto, en 1979.

Su obra es el fiel testimonio de una vida dedicada al pensamiento y a la literatura, como lo hizo, con maestría sin igual, don Tomás Carrasquilla. El maestro Mejía Vallejo creó con su obra un vasto universo narrativo. Ella es, a todas luces, plétora de esencialidades que definen claramente el ser y el hacer del hombre antioqueño, y del colombiano, y del universal, en tanto que su obra convoca la vida, pero también la muerte; la violencia, pero también la ternura; la soledad, pero también la alegría.

Manuel Mejía Vallejo, el antioqueño de corazón campesino y estampa citadina, gozó la vida con ímpetu, casi con pasión. Así lo sintió su amigo el profesor canadiense Kurt L. Levy, cuando, en su libro, Mi deuda con Antioquia, expresó: “Mejía Vallejo vive estimulando, inspirando y orientando; vive creando rodeado de su familia, sus discípulos y sus amigos. Impone el cariñoso conocimiento de la tierra y su habitante como dimensión estética, y la tierra y su habitante corresponden con auténtico cariño. Es uno de los raros, muy raros, individuos universalmente admirados y queridos”. 

Como escribió Beatriz Mesa Mejía (Vivir en el Poblado, 12 mayo, 2023): "Manuel cuidó la palabra y la amó. Su obra, toda, es la afirmación de esa realidad. Por eso el cuidado de cada detalle, de cada frase, de cada descripción. Fina costura de una narración impecable que conduce a sus lectores por sinuosos caminos, a veces bellos, a veces terribles, reflejando en cada relato la esencia de nuestra condición de habitantes de un mundo que nos sorprende y nos deslumbra y, muchas veces, nos deja llenos de contradicciones".

En 1994, el maestro sufrió un accidente cerebro vascular que lo privó de la capacidad del habla. Una dura ironía de la existencia, con alguien que disfrutó tanto y con gran maestría del uso de la palabra.

Tal como si lo hubiera predicho en sus versos –“Si uno durmiera y de pronto olvidara despertar… como si el sueño recordara el deber humano de morir”–, el creador de la saga de Balandú falleció el 23 de julio de 1998, en El Retiro, Antioquia. Concluyó su vida en consonancia con sus palabras: “Mi tarea es cumplir como hombre y vivo la vida del hombre hasta el máximo que permita el corazón, y, también, sin permiso de él. No nací para ahorrar vida y si muero diez años antes de lo que podría vivir, tampoco me importa porque la tarea no es durar”.

Guillermo Angulo, artista y fotógrafo, evoca así a su amigo Manuel Mejía Vallejo: “Cuando Manuel estaba alegre, ebrio de amistad y de ron, lanzaba un grito, según él, aprendido de un borrachito de su tierra: "¡Ah bueno morirme, p´alquilar mi casa!”.

En Ziruma, dice el historiador,  crece un frondoso roble que es su tumba y él, con su tradicional generosidad, lo ha alimentado hasta volverlo enorme. A la sombra del roble está escrito su epitafio, inventado por él en vida; y que todos recordamos con una sonrisa: "¡No me sirvan más!".

Más que miedo a la muerte, el maestro le tenía miedo al olvido: “Uno se muere cuando lo olvidan”, solía decirnos, cuando nos invitaba a que leyéramos a Horacio Quiroga, Antón Chejov, Ernest Hemingway, o al mismo Carrasquilla.  

Este era mi maestro Manuel Mejía Vallejo, y los talleristas, los que íbamos con devoción a su taller de escritores, lo sabíamos. Y nos sentíamos privilegiados porque, la mayoría, procedíamos de pueblos, como el mismo Manuel, para la época, lejanos y olvidados del centralismo. Todos nos educábamos a golpes de amor por la lectura.

Ahora, cuando por muchos rincones del departamento celebramos la primera centuria del nacimiento del escritor Manuel Mejía Vallejo, nos inclinamos con verdadero fervor ante el maestro, ante el amigo, ante el padre que creíamos tener, desde los viejos sillones del salón de conferencias de la querida Biblioteca Pública Piloto de Medellín.

Hoy, corriendo el mes de julio de 2023, a los 100 años de su feliz nacimiento en la bella cuna de Jericó; y 44 años después de haber gozado de su presencia, sus enseñanzas, su deliciosa conversación y su obra, en el citado Taller de Escritores de la Piloto, lo celebramos, y decimos con fuerza que el maestro no tiene olvido, que sigue vivo, porque lo seguimos releyendo, queriendo y considerándole amigo, maestro y padre de nuestras pocas o muchas incursiones en el periodismo, en la literatura y en las cosas cercanas al hombre y a la vida.  

 

Bibliografía:

TRONCOSO, LUIS MARINO. Proceso creativo y visión del mundo en Manuel Mejía Vallejo. Bogotá, Editorial Prínter Colombiana Ltda.

BEDOYA Muñoz, FRANK DAVID. La vida de Manuel Mejía Vallejo. Al Poniente, 1º de nov de 2021

MEJIA, JUAN DIEGO. La literatura bien hecha siempre será una luz para aclarar los rumbos. Las dos Orillas, abril 8 de 2022.

LEVY, KURT. Mi deuda con Antioquia. Cengage Gale, 1980

MONTOYA MONTOYA, RAFAEL. Poemas de Barba Jacob. Siglo XX, 1948.

UNIVERSIDAD PONTIFICIA BOLIVARIANA. La tierra éramos nosotros. 227 páginas. 1995

UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA. El viento lo dijo. 1981.

MONTOYA CANDAMIL, JAIME. Vida, obra y filosofía literaria. Talleres Ediciones Avance, 153 páginas. 1984.

ESCOBAR MESA, AUGUSTO. Manuel Mejía Vallejo (1923-1964). Vida y obra como un juego de espejos. Instituto Tecnológico Metropolitano, agosto de 2020.

URREGO ARANGO, ELIANA MARÍA. Pueblo en vía de sueño, Balandú en la obra de Manuel Mejía Vallejo. Editorial Universidad Pontificia Bolivariana. Medellin, 2020.

 

 

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