Crónica sobre Manuel Mejía Vallejo (1923-1998)
Nos hemos ido quedando sin los registros de la historia literaria de Colombia. No se hace ni crítica, ni teoría, ni historia. Hasta las secciones de reseñas desaparecieron. Queda muy poco. Por eso, una crónica, mucho de historia y de pequeña historia, como la que hoy reproducimos, escrita por Alejandro García Gómez, el narrador, profesor y periodista de Sandoná, Nariño, sobre lo que fuera el Taller de Escritores que dirigió Manuel Mejía Vallejo (1923- 191998) en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, cuando Gloria Inés Palomino era su directora, resulta la mejor manera, o una, al menos, de celebrar y recordar al gran escritor, narrador y poeta, e impulsor de los escritores jóvenes de su época. Alejandro García habla de Manuel Mejía Vallejo y, para hacerlo, cita con nombres y obras, a muchos de quienes salieron del Taller de Escritores de la Piloto. Así, aunque en Bogotá no se ha hecho nada especial por este centenario, seguiremos celebrándolo, como él solía celebrar la literatura de la vida. Isaías Peña Gutiérrez
Manuel Mejía Vallejo:
En
el centenario de su natalicio
Por Alejandro García Gómez
Nota aclaratoria: Este texto se publicó, hace algunos
años, en periódicos del país. Hoy, cuando se cumple un centenario del
nacimiento del escritor antioqueño (nació el 23 de abril de 1923), he decidido
publicarlo, nuevamente, como homenaje a quien considero otro de mis maestros.
AGG.
Hace varios años, en la tarde de algún miércoles, a mi curiosidad le dio
por asomarse al auditorio de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, donde me
habían comentado que se daba un taller de literatura para aprendices de lectores,
de escritores o para todo el que simplemente quisiera asistir a “botar
corriente” –como se llamaba entonces a algunas pláticas- alrededor de la
literatura por más o menos dos horas. Llegamos varios y nos fuimos colando por esas puertas, empujados por intereses
disímiles; el mío, adueñarme del secreto de la magia de escribir. En la gran
silla, con su eterno vaso de ron con Coca-Cola, se hallaba el maestro, que
dejaba oír su voz entre los sorbos y el humo de sus consecutivos Pielroja
o Marlboro.
La fecha no la guardo con precisión en mi
memoria, pero sí estoy seguro de que fue durante los comienzos de uno de esos
años de la terrible década del ochenta, cuando acababa el represivo gobierno de
Turbay Ayala (1978-1982) –de ingrata recordación para los Derechos Humanos- o
cuando comenzaba el de Belisario Betancur (1982-1986), pero que en todo caso
continuaba la interminable noche del terror de Pablo Escobar, la de sus
indiferentes bombas que estallaban en cualquier calle por donde fueras
caminando, la de sus sicarios matones de policías y militares y jueces
funcionarios y políticos y empresarios, la de sus viles emisarios lameculos
(funcionarios y no funcionarios de la “alta sociedad”) que compraban policías y
militares y jueces y políticos y empresarios, la de los altos y bajos policías
y militares y jueces y políticos y
empresarios lameculos de alcurnia que se dejaban comprar, la de sus sicarios
que estallaban aviones, la de todos esos aciagos etcéteras. Llevaba debajo del
brazo la copia de una selección de la colección mecanografiada de mis poemas
que hasta ese entonces había escrito y que guardaban los secretos de mis
asombros y respuestas de mis años en mis lejanas Sandoná y Pasto y los nuevos
de Medellín.
El discurrir del taller
Para varios de nosotros, estas tardes,
miércoles y jueves, se convirtieron en nuestro anhelado momento semanal:
miércoles asistíamos donde Manuel y, los jueves también en la tarde, varios al
taller del poeta nadaísta X-504, en la misma
Biblioteca Piloto. El taller con
Manuel Mejía Vallejo duraba hasta lo que él tardaba él en beber el segundo vaso
whiskero de Ron Medellín con Coca-Cola dietética y unos cubos de hielo, que le
servían Herminia Albán, Teresita Vásquez u otra compañera, también, entrada en
años. Manuel llegaba con el primero preparado por la bella Vicky, la secretaria
de Gloria Inés Palomino, en su derecha y, de ese brazo, colgando, el saco de su
traje. Siempre iba de inmaculados traje, corbata y almidonada camisa blanca con
mancornas. Pocas veces de elegante vestido informal. En el sobaco de la
izquierda apretaba los “trabajos” de los talleristas
que serían comentados por él esa tarde. Saludaba y se sentaba. De ahí en
adelante era diferente lo que seguía para cada sesión, pero más o menos había
una directriz, no acordada claro, que la manejaba él. Casi siempre comenzaba a
conversar sobre temas de actualidad que los hilvanaba con recuerdos o con
apuntes literarios de algún autor o con algún poema o con fragmentos de novelas
o de cuentos, todo de su memoria. Nos mantenía electrizados. Manuel era un
maestro de la charla. De su boca, toda exageración salía tan real como
cualquiera de las verdades del Apocalipsis y a todos nos amarraba con extraños
hilos magnéticos. A veces intercalaba unos versos suyos o de un poeta al que
admiraba. Sabía muchos poemas de memoria, fragmentos de novelas, de cuentos y
hasta de ensayos; claro, de quienes admiraba. No faltaban los chistes que
también conocía, muchos y muy buenos. Otras salían con alguna anécdota
hilarante y las paredes del caluroso auditorio -llenas de enormes ventanas de
entrepaños de vidrio- retumbaban con nuestras carcajadas.
Por su dicción, para mí difícil de entenderla a veces –quizá
por su acento antioqueño montañero puro, mezclado con los vapores del ron que
empezaban a hacer su efecto-, me sentaba en primera fila. Luego él comenzaba a
comentar los trabajos que se le habían entregado la semana anterior, cuando no
los había perdido entre sus infaltables noches de miércoles posteriores al
taller, con sus amigos en La Comedia,
un bar, por lo que advertía siempre que no se le entregaran originales sino
copias. Si no te lo comentó esa tarde, lo más aconsejable era volver a
entregarle otra copia, sin decirle nada: la había perdido. Calificaba en una
escala de cero a cinco, y con decimales, así 1,0 ó 3,9 ó 4,1, etc. Si algo le
gustaba, lo elogiaba de manera parca, y aprovechaba para hablar sobre algún
tema en referencia. Muy pocas veces elogió desbordadamente algún texto. Cuando
lo hacía, muchos le caíamos al novel autor para leerlo aparte o aun para
copiarlo. Si el texto que estaba comentando no le gustaba, lo decía. Si el
implicado ripostaba, dependiendo del ardor de la respuesta, podía no ahorrarse
la diatriba, la sátira o el sarcasmo. Algunos protestaban, como ese que le
contestó: “Manuel, por qué me dice eso. Mi novia lloró cuando le leí ese
poema”. “Mateo se cayó anoche y también lloró”, le respondió. Mateo era
entonces su bebé. Si no tenía la respuesta con el argumento perfecto echaba
mano de la caricatura. Había que ser muy “nuevón” para responderle.
Con la atrevida y bestial
ingenuidad con que lo arma a uno la juventud, aguardaba entregarle mi selección
de poemas, esperando -confiado en mi absoluta certeza- de que me los iba a
elogiar. Ese ego que cargamos y que no nos abandona jamás y que, entre más
viejos, se vuelve más escéptico, pero más terco. A los ocho días, por allá en
la mitad o menos de uno de sus vasos de ron y tercero o cuarto Marlboro o
Pielroja, recibí el comentario y la calificación. Lo que para mis entonces
desconocidos compañeros era un aplauso, para mí las consideré calificación y
palabras demasiado parcas. Hubiera querido más. Fue mi segunda lección de
aprendiz, porque la primera ya me la había dado el rector del colegio donde me
gradué de bachiller, quien al leer mi primer poema -dejado como tarea en alguna
de mis clases de lengua y literatura castellanas- y escuchar unos comentarios
elogiosos de algunos de mis profesores, dizque dijo que lo más seguro era que
ese poema no era mío sino de mi padre que decían que ese sí era poeta. Las dos
lecciones se convirtieron desde entonces en una sola para mí: existen dos
clases de crítica literaria, la del sabio y la del necio. ¿Cómo distinguir la
una de la otra? Esa enseñanza la fui conociendo muchos, muchos años después,
porque esa sólo te la da la vida, cuando te concentras con la disciplina que te
da el amor a este solitario trabajo.
De allí en adelante seguí
frecuentando el Taller de Escritores de La Piloto (así la hemos llamado
siempre, con ternura, como si fuera una mujer que se encuentra en las
profundidades de nuestro deseo y de nuestro corazón), al tiempo que empecé a
tejer a mi alrededor una nueva maraña de amistades y las reuniones del taller
comenzaron a prolongarse hacia las noches y las madrugadas de cerveza en los
prados o en las tiendas o en las legumbrerías en el barrio Carlos E Restrepo y
en los alrededores de La Piloto. Aunque la cita era a las 4 p.m. de los
miércoles, él llegaba al auditorio religiosamente entre las cuatro y cuatro y
media con su infaltable y enorme vaso wiskero de ron con Coca-Cola dietética,
el mismo que iba apurando muy, muy lentamente mientras opinaba sobre nuestros
trabajos o se desviaba por los vericuetos áridos de la gramática o, de
casualidad, algún tema nos llevaba a que nos relatara alguna de sus anécdotas
personales con algún escritor famoso, como cuando sufría al contarnos de la
amargura de Rulfo con las feroces incomprensiones de su esposa (y de varios de
los miembros de su familia) en torno a su oficio y destino de escritor, que se
le convertían al maestro mexicano en ardorosas e interminables peleas
familiares (y hasta depresiones). Cuando se presentaban discusiones nuestras
dentro del taller -que eran muchas veces-, las escuchaba con paciencia y si el
alegato se empantanaba o se volvía álgido, mediaba con su vaso en alto y con su
dicho “¡calma, pueblo!”. Cuando eso
ocurría sabíamos que había llegado el momento de que nos daría a conocer su criterio,
como siempre ocurría.
Quiénes éramos algunos de
los talleristas de entonces
Terminada la sesión en el auditorio, se
llegaba a nuestra segunda reunión, sentados –botella en mano- sobre los prados
del “Carlosé” o encaramados en los cajones vacíos de cerveza de sus tiendas o
de sus legumbrerías, en los alrededores de La Piloto. Allí fuimos compartiendo
con las locuras de Gilberto Luque (infaltable en sus rondas de cerveza, que al
comienzo no sabíamos cómo las aportaba porque carecía de trabajo, de fondos y
casi que de familia, ya que nunca supimos nada de ella; mucho más tarde
descubrimos que “su ronda” seguía más o menos este “proceso”: indagaba y
descubría dónde se hallaban aquellas botellas de cerveza que no las echarían de
menos en la despensa de la legumbrería; entonces –en algún descuido- él recogía
nuestras botellas vacías y las cambiaba por
otras pero llenas, con la mayor tranquilidad del mundo, caminando hasta con
cierta elegancia. Lo celebramos inicialmente, pero –pasada la alegría - no niego que nos
asustó su prodigalidad), él era nuestro “Ángel
oscuro”, título del poemario que Manuel le hizo publicar bajo el sello
editorial de La Piloto. Jamás lo volví a ver, aunque alguien me contó que aún
vaga como un “Ángel Oscuro” en una de
tantas calles perdidas de Medellín; otros me lo señalaron por las cercanías del
Teatro Pablo Tobón Uribe. Una tarde leyó: “Hay un ángel oscuro/ que me besa en la
boca;/ y me atenaza en la niebla con sus ojos de serpiente// Estoy asqueado de
todo esto,/ me dice (…)”.
Luego siguió: “A veces la lluvia del
cielo te visita/ y dejas que toque tus senos blancos. /Es dulce tu amor, ¡mira
cómo brilla!/ Tu piel agitadora de mi cuerpo,/ mujer desnuda en la luna”.
-¡Luque, sos un poeta, carajo! ¡Qué bello esto! Vamos a ver
la manera de publicarte el libro -le gritó Manuel con su vaso, escanciado a
medias, en alto.
Y, con la diligencia franciscana en el manejo del recurso
público de Gloria Inés Palomino, la directora de La Piloto de entonces, se lo
publicó (LUQUE MEZA, Gilberto. “El Ángel
Oscuro”. Biblioteca Pública Piloto. Taller de Escritores. Editorial Lealón.
Medellín. 1984. 96 pp.). Ese ángel oscuro provenía de Remedios, Antioquia.
Otro miércoles, ya muy avanzada esa aciaga década, se sentó
lejos de todos, un hombre muy joven. A la semana regresó por los comentarios a
su texto. Jorge Marín, obrero de la construcción, según alguien que no
recuerdo, nunca habló con nadie. Otro le pidió sus textos y leyó: “…Hoy el curso de los ríos / permanece en
mis manos:/ Su cuerpo abierto como la vida/ ha venido a cerrarse al mar;/ mis
brazos/ son dos palabras de su canto, / mi boca una hora extraña/ que nunca
termina en su pasado. // La noche/ es el silencio de su rostro” (Mido sus manos
con la desnudez de un pájaro). Los títulos de sus poemas, como el anterior,
eran otro poema. “El viento es un
recuerdo de las aves”, por ejemplo. O éste: “Un canto en la vieja casa ha terminado por callarse en el mar”. O
este otro: “El universo está roto en su
boca”. Al igual el título del libro (MARÍN, Jorge. “En este día tan lentamente aprendido”. BPP. Taller de Escritores.
Ed. Lealón. Medellín. 1990. 136 pp. (Con apoyo de Colcultura).
Y recuerdo la presencia de
Marcial Berrío (su seudónimo, porque desistí del esfuerzo de aprenderme su
nombre real), su dominio de las áridas gramática y ortografía castellanas,
además de su juego y sus historias de ajedrez. Me asalta el silencio y el aura
de misterio con que se cubría Aarón Rodas (siempre creí que era su seudónimo,
hasta que Juan Mares me aseguró que no, que era su nombre real, era de
ascendencia judía, me dijo; nunca escuché su voz, él jamás hablaba, sólo
escuchaba callado, siempre), desapareció con el mismo sigilo con el que
apareció y llegaba a sentarse en el caluroso auditorio de La Piloto, hoy
desaparecido por las reformas arquitectónicas entregadas en el 2019, después de
algunos años de cierre. Escucho el hablar entrecortado de “El Chino” (apodo exacto para su apariencia, sólo que era bastante
más alto que cualquiera de “sus compatriotas”); luego supimos que se había ido
a cuidar los bosques y las selvas de la patria, armado de unos libros, unos
cuadernos un lápiz, un bolígrafo y un sueldo del gobierno; no sé si también se
lo tragó la selva como a Arturo Cova o a Clemente Silva; jamás lo volví a ver.
Veo el cartapacio de la
interminable reescritura de la novela de Jorge Corredor, quien trabajaba en
asuntos de meteorología y aerodinámica en una empresa y centro de estudios y
que cuando no llegaba a la cita de los miércoles, sabíamos que era porque
andaba en una de esas farras de una o dos semanas continuas; finalmente culminó
la novela y la tituló Coordenadas del silencio; en la web se habla de ella y de él. Me
aparece de pronto la bonhomía, la solidez y la poética de los cuentos de René
Jaramillo Valdés quien además de sus libros de cuentos y sus novelas que fue
escribiendo lenta y disciplinadamente, devino después en locas aventuras
empresariales, una de ellas la de editor; riesgos de los que debió apartarse
antes de que quedara hundido su patrimonio familiar en esa empresa.
Y sigo. Me llega atronadora,
la verborrea incontrolada de las mentiras estrafalariamente creíbles de Juan
Crisóstomo Perdizco (seudónimo para nosotros con más valor que su nombre real
que nunca nadie supo). Sus verdades-fábula eran más apocalípticas que algunas
de las de Manuel. Él era el discípulo verdaderamente amado; el único que podía
hablar con su vozarrón lo que le diera la gana sin que el maestro lo parara (o
hasta lo aplastara como al resto a punta de caricaturas que movían a la
hilaridad). Una tarde de miércoles de
taller, Perdizco no se presentó y empezó a esparcirse -de silla en silla- la
humareda de los ardientes comentarios de sus bondades de muerto insustituible;
al año resucitó con una borrachera de esas que sólo él podía pegarse. Casi se nos marea a causa
de nuestros prolongados abrazos y los besos de las compañeras. Varios, varios
años después de las tardes del taller, lo encontré una noche, leyendo historias
y poemas desde un cuaderno ajado, a unos clientes a quienes cuidaba
ocasionalmente su vehículo en una calle de bares y restaurantes de ricos, de
Medellín; a todos los mantenía hipnotizados. Y sigo, con su permiso. De César
Herrera nos fuimos acostumbrando a sus poemas, a sus cuentos y a su amplia e
inteligente frente, cada vez más y más amplia, y más brillante. Cuando llegó al
taller, venía de ser finalista de un concurso nacional en el que uno de los
jurados había sido el expresidente Belisario Betancur; el relato de Herrera se
ambientaba en la barbarie de ambos lados feroces, sanguinarios y criminales,
los hechos de la toma y los de la retoma cruenta del Palacio de Justicia de
1985. ¿Sufriría Belisario?
Y prosigo, con su
consentimiento, si me lo permiten. Cómo olvidar los poemas del profe
“Pirrullis”, de sus innúmeros discípulos de sus talleres literarios. “Pirrullis”
es el mismo quien hoy figura en sus documentos legales como el poeta Édgar
Trejos. Y si de historias inverosímiles pero reales y comprobadas se trata, ahí
va otra anexa a una interminable Coca-Cola litro y medio que la mano siempre
bondadosa de Juan Mares sacaba de su mochila de cabuyas para compartirla con
sus amigos junto con las historias de su vida, ya como campesino en Guatapé o
en Tierra Alta (Córdoba), ya como soldado PM del ejército nacional en la IV
Brigada de Medellín, ya como convaleciente junto a los enfermos terminales en
el Hospital La María (hoy el General), de Medellín, de un accidente en las
bananeras de Urabá que casi se lo lleva cuando se le cayó media bodega encima;
en esas bananeras hizo todas las labores correspondientes, “menos administrar
ni desmanchar” en las plantaciones. Y cuando digo todo es todo. Y después de
validar su primaria en la IV Brigada y luego un bachillerato nocturno en
Medellín, estudió una licenciatura en letras de la Universidad de Antioquia
(Medellín) y se dedicó desde entonces al magisterio y a la labor cultural en el
Urabá, el caribe antioqueño, donde ya había fundado el taller literario Urabá Escribe que funciona desde 1985.
En ese mismo Urabá al que llegó como chapeador de canales y botalones,
empacador, sellador, cartonero, barcadillero, cunero, empinador, cortador,
garruchero, auxiliar de deshoje, embolsador, regidor de abono, regador de rechazo
de boleja, lavador y empacador de fruta, gurbiero, etc. (todas las labores
menos las señaladas) en algunas de las empresas bananeras de la región, y allá
mismo, después de años, fue seleccionado por el Canal Caracol como uno de sus
Titanes de 2019. Su quehacer poético también lo llevó por dos ocasiones a hacer
lecturas de su obra en el recinto magno de la Universidad de Salamanca
(España).
Y ahora sigo -siempre con su
benevolencia- con las inagotables pilas y pilas de cuadernos del refresco
popular de entonces, marca Moresco,
repletos de poemas, que brotaban uno tras otro del inagotable caletre caribeño
cordobés de Ángel Rosendo Álvarez, que mucho más tarde devino en pastor de una
iglesia cristiana, primero en un barrio olvidado de la Medellín y luego se
retiró hacia algún rincón olvidado de una de las tantas selvas colombianas.
Alguna vez me pidió que le leyera y le colaborara con sugerencias, pero ante
todo con la corrección de cada uno de sus poemas. Acepté, pero eran tales los
rimeros de poemas que semanalmente me adicionaba, que debí parar. En algún otro
recatado y discreto lugar del auditorio se sentaba siempre Olga Helena Martínez con su libretica de
apuntes, la adelantada estudiante de Medicina de UPB, más tarde oftalmóloga,
que, desde ese tiempo, buscaba el sigilo del seudónimo Palas Atenea para la
presentación de sus textos, también por su admiración a la cultura griega
antigua, claro; una incógnita que todos conocíamos. Cuando Manuel nombraba su
seudónimo para comentar sus trabajos, todos la volteábamos a mirar, y ella sin
descomponerse, porque ya sabía que sabíamos.
Jamás faltaron las
borracheras interminables en el tiempo y en las tres dimensiones del espacio,
de Everardo Rendón, que –luego de beberse las “helaítas” (cerveza) con
nosotros- hacía tránsito por un resto de bebederos de Medellín. Empezaba en
“nuestra” legumbrería y de ahí al Guanábano o a la Huerta o a la Boa u otro de
tantos lugares a los que estaba expuesto un borrachito noctámbulo en Medellín.
Eso sí, a él jamás le perdonábamos si no nos leía su poema “La maestra de
escuela: “Usted tenía las manos de
ternura y tiza/ señorita Gilma/ Qué lección tan preciosa escondía bajo su falda
pulcra: / Usted tenía los ojos grandes / como los soles que nos pintaba en el
tablero […]”. La Mona Luz Helena nos daba a conocer sus primeros poemas en
sus infaltables amanecidas de miércoles, que los paliaba con una ducha eterna
sentada en una silla debejo del chorro, según
os dejaba saber. Jamás faltaron las preguntas impertinentes o los
aciertos de alguna casual o de las eternas asistentes, ya entradas en edad
(quienes voluntariamente se encargaban de mantener el nivel deseado de la
mezcla de ron del vaso de Manuel, como dije), contrapuesto al humor fino de los
relatos verbales de Magnolia Molina, también abuela de varios nietos y creo que
hasta bisnietos. Pero él jamás desdeñaba alguna respuesta para ellas.
Una tarde de cerveza
post-taller, alguien habló de la magna novela de Juan Marsé Si
te dicen que caí. Nos pareció un bello título, aunque quizá muchos
no conocían que ese era uno de los versos del himno de la Falange Española, “Cara al sol”, que tiene otros también
de esa calidad, así fuera un himno de triste recordación para nosotros a causa
de ese grupo político de corte fascista. Entusiasmados, los entonces noveles
poetas Everardo Rendón y Édgar Trejos se retaron a escribir un poema con ese
título. Conozco el de Everardo –“Si te
cuentan que caí”- no así el de Édgar, quien me confesó –para esta crónica-
que lo tiene traspapelado: “Si te cuentan
que caí / No te detengas / Y sigue avivando las fogatas / en medio de la lluvia
/ para que la nieve no borre / mi pequeño nombre / y encuentres el sitio exacto
de mi caída […] Si te cuentan que caí / no eches al cesto de tu olvido / mi
ternura de hombre / cubriendo tus grietas / pero, sobre todo, / no olvides / no
olvides que caí”. Digan si no es bello.
Juan Manuel Cuberos y
Teresita Yáñez de Cuberos
Una tarde las hileras de las sillas del
auditorio empezaron a pasarse el rumor de que nuestro amigo Juan Manuel Cuberos
–casi imberbe aún- no volvería nunca más. Él era mucho más joven que el resto
de nosotros; estudiaba la carrera de Filosofía en la Universidad de Antioquia,
en donde vendía unas galleticas con espinacas a sus compañeros, como una manera
de ayudarse a autofinanciarse en algo; tomaba de la misma cerveza de
legumbrería o de tienda que el resto, sentado también sobre los mismos bancos
improvisados de los cajones vacíos. En vacaciones se convertía en ayudante del
bus de la Flota Magdalena que manejaba su cuñado, y cada día trabajaba duro
como aprendiz de poeta. La crueldad de la guerra de esa década lo confundió con
otra persona, en un absurdo fatal, común locura para entonces (en Mercaderes
de la muerte, del
periodista Edgar Torres Arias, publicado por el Círculo de Lectores, pp. 198 y
224, se dilucida el irracional y bárbaro crimen). A las pocas semanas,
reemplazó su silla en el taller una menuda y callada anciana que se fue ganando
nuestro respeto y, lo que es más, nuestra confianza y cariño. Era su madre,
Teresita Yáñez de Cuberos, que luego nos contó que empezó a buscar los caminos,
los libros y los amigos recorridos por Juan Manuel. Buscando al hijo asesinado,
se perdió -o se redescubrió ella- y tropezó con los libros que había leído;
encontró papelitos de notas “señalados con su letra y con sus mismas faltas de
ortografía con las que jamás pudo”, según las palabras maternas. En la maraña de
estanterías de los volúmenes de la Biblioteca Pública Piloto, también
reencontró su dormido deseo femenino por la lectura y la escritura y se alineó
con el disciplinado grupo de Marina Aristizábal y el sobrio Jaime Torres, el
único de entre nosotros que dominaba perfectamente la lengua latina, y que
jamás alardeó de eso. A veces lo he consultado y él, amablemente, me ha ayudado
con sus luces traductoras en la corrección de alguna de mis incipientes
versiones, a las que me obligó mi libro de crónicas (Sur, donde las rocas
secretamente florecen. Crónicas, Pasto, 2018).
Posteriormente, y a partir
de su “llegada” a La Piloto, Teresita (q.e.p.d.) publicó alrededor de cinco
libros, uno de los cuales lo editó la Biblioteca por deseo y solicitud del
maestro Manuel (De este lado de los sueños), que es algo así como una
autobiografía, con calidad literaria. En Juan Manuel y en Teresita me
inspiré, y a él y a su madre está dedicado mi cuento “Nuestra tierra prometida”, de mi libro No
es por azar que nacemos (Medellín, 2004).
Nace Mascaluna
Una tarde cualquiera de mediados del año 94’,
a alguno de nosotros, todos enrumbados, se le ocurrió: “¡Hey! Fundemos una
revista”. Quizá fue César Herrera el de la ocurrencia o Everardo Rendón o René
Jaramillo o La Mona Luz Helena Vélez. Cualquiera. Yo no fui; escuché y me gustó
la idea. ¡Quién dijo miedo! Esa misma noche de farra se concretó la revista y,
pasada la fiesta, nos dimos a esa tarea. Nos citamos para el siguiente viernes
en la cafetería de La Piloto y así fue como la tarde del 8 de julio de 1994,
estábamos fundándola, según los apuntes del “libro de actas” que el
empresario-poeta, René Jaramillo Valdés, lleva minuciosamente. Todos estampamos
nuestras firmas y no sé si subsista ese “libro empresarial”. Él me dijo que no.
En reuniones posteriores
fuimos tratando varios puntos: nos pusimos de acuerdo en que el objeto esencial
de ella sería publicar –junto a consagrados- a nuevos escritores; a aquellos
que ya habían torcido su destino por el trabajo literario disciplinado, pero
que carecían de los medios para publicar. Luego comenzamos a escoger cómo la
íbamos a “bautizar”. Descartamos muchos buenos nombres provenientes de las
literaturas griega, latina y de otros tiempos y latitudes. Finalmente, yo les
hice la propuesta: Miguel Ángel Asturias, en su libro Leyendas de Guatemala –que acababa de leer- tiene un texto que se
llama Leyenda de las tablillas que cantan,
que trata de los eventos poéticos del pueblo maya, los festivales de los Mascadores de Luna, como eran
denominados los poetas. Allí el narrador en tercera persona habla de Utuquel, un mascador de luna para quien “crear es robar… [porque un artista] es un
robador de cosas sabidas y olvidadas”. Convinimos en que por ahí era el
asunto: Mascador de luna. No nos
gustaban dos hechos: el nombre era masculino (para una revista de literatura,
aunque hay muchas con nombre masculino), pero más que todo era muy largo para
el diseño de la carátula. A alguien se le ocurrió recortarlo a Mascaluna, y así quedó: Mascaluna. Revista Colombiana de Arte y
Literatura.
También por esas mismas fechas, mitad del año 94, a pocos días del (¿impune?) asesinato del futbolista Andrés Escobar, alguno de mis amigos del taller literario de La Biblioteca Piloto, propuso que esa sesión de miércoles la cambiáramos por el taller que estaba coordinando un poeta cubano que -en junio- había sido uno de los invitados al Festival de Poesía de Medellín. De La Piloto al barrio Prado –sitio donde el cubano hacía el taller- nos arracimamos en el Suzuki que yo me había ganado en una rifa del colegio INEM donde laboraba como profesor de Química, Biología o Ciencias Naturales. Llegados a una casona de Prado, La Mona Luz Helena, César, Everardo y yo –la falta de René se debió al tiempo que le quitó otra de sus locas aventuras empresariales- nos encontramos con “un hombre sencillo, accesible y tierno; que abre el corazón fácilmente; que no calcula la maldad en los demás sino que saca lo que tiene; que los momentos difíciles los recuerda como medios para salir adelante y no para victimizarse”, como lo “definirían” unos meses después, luego de convertirlo en parte de nuestra familia, Ligia, mi esposa, y mis hijas, quienes lo adoptaron como su “Tío Pepito”, el único “tío” de entre los amigos de su padre.
Menchi, mi hija menor, le compraba los dulces que a ella le gustaban en su colegio y me los encomendaba cuando sabía que me encontraría con él y –un tiempo después- a su Cuba natal, cuando partió y yo tenía a quién encomendarle mi carta, con los dulces de Menchi y alguna mínima cosa que se me ocurría (la encomienda debía ser pequeña y liviana). Desde esa tarde del Barrio Prado, el poeta José Pérez Olivares quedó condenado para siempre a ser el amigo de todos. Días después le participamos el proyecto de nuestra revista; inmediatamente accedió a colaborarnos y se convirtió en otro mascaluna. Este santiaguero, había trabajado también en el diseño y diagramación de libros y revistas en su natal Cuba, porque había estudiado artes plásticas en La Universidad de La Habana, y las había enseñado en su país y, en ese momento, trabajaba también como profesor de las mismas en el Instituto de Bellas Artes de Medellín, trabajo que alternaba con la coordinación de talleres de poesía; hoy es español por adopción, porque su abuelo español vino a la isla a pelear bajo las órdenes de Maceo y se quedó a vivir allí. Pepe vive en Sevilla desde 2003 y ha ganado varios concursos de poesía. En la web hay lecturas suyas, originadas desde España. Él también nos acompañó al lanzamiento de Mascaluna en marzo de 1995, como aparece en la web. Pepe, además de colaborarnos con diseños y diagramaciones, nos aportó sus reflexiones críticas, textos y, ante todo y sutil y diplomáticamente, su experiencia y enseñanzas.
Una vez teníamos listos todos
los acuerdos, habíamos elaborado la selección para el primer número, etc.,
venía lo real y lo duro y lo concreto: la financiación, el dinero para esa
edición. Acordamos buscar mecenazgos hasta donde se pudiera y lo que faltara
saldría de nuestros propios bolsillos. En el primer número, el más sustancioso
aporte de patrocinio lo hizo la empresa Transempaques Ltda., de los sucesores
del poeta Carlos Castro Saavedra. Otras dos “empresas menores”, también nos
aportaron: “Taberna Palabras” (del Parque Obrero) y “Mágico Cuarzo Dipranava”
(dijes de oro y cuarzo), ambas de Itagüí. Dos amigos nos colaboraron lo que
estaba a su alcance: los entonces noveles escritores Víctor Raúl Jaramillo
–quien comenzaba con su proyecto de Consultorio Filosófico, que fue la publicidad
que “pagó” a Mascaluna- y Édgar Trejos, con otra publicidad como promotor de
lectura y talleres de literatura. En los siguientes números siempre hubo
mecenas, así la mayor parte del sostenimiento nos hubiera tocado a nosotros
siempre. Entre 1994 y 1995, nos habíamos dedicado a aprender a editar. La
primera carátula nos la diseñó la bella María Isabel Posada Vélez., hija de
nuestra compañera Luz Helena Vélez, La Mona.
El primer número salió el 22
de marzo de 1995; esa noche La Piloto nos prestó el auditorio y la lanzamos al
público. Juan Crisóstomo Perdizco, amigo de Mascaluna siempre, no sé cómo
consiguió un impecable traje de mesero y nos hizo la ayuda del servicio de los
licores y pasantes por el tiempo que duró la ceremonia. El siempre bondadoso
escritor Gardeazábal nos hizo la
atención de presentar Mascaluna con el discurso oferente esa noche: “Encontrar quien quiera publicar lo que se
escribe en estas épocas en que la escritura ha perdido tono, los lectores cada
vez claudican más ante las tentaciones de la modernidad audio-visual y la
cultura, ha pasado a ser cuando no un instrumento burocrático, es una novedad
que merece celebrarse así sea con una vana metáfora o una esperanzadora parodia
del oficio que desde hace tanto tiempo desempeñamos. […] … [...] Que el dios de
sus mayores les dé vida porque no creo que él sea capaz de conseguirles
lectores”. (Gustavo Álvarez Gardeazábal. “Palabras para presentar el primer número de Mascaluna”. Revista Mascaluna, #2, septiembre de 1995. El
discurso completo también se encuentra en la web: https://www.youtube.com/watch?v=OmWoJdnjqvA). La revista continuó y
llegó hasta la edición número 12, de abril de 2006. También en la web hay
alguna parte sobre esta revista, trabajo que ha hecho su director César
Herrera. Tuvimos la fortuna de que a Mascaluna llegara posteriormente nuestro
amigo, el poeta Helí Ramírez –de quien se publicó una entrevista exclusiva para
Mascaluna, una reseña suya a la primera novela de René Jaramillo (Dios no es el asesino) y poemas inéditos
de dos libros que no he podido encontrarlos publicados: “TARARATATATAAA…PUMM…” (# 2,
septiembre/1995), así en mayúsculas sostenidas y “NNs en poemas” (#11, octubre de 2004)-.
Lo que significó el taller de
Manuel para nosotros
Sentados sobre los cajones de la cerveza que nos íbamos bebiendo,
descubrimos que la escritura literaria no se enseña sino que se aprende; que el
maestro es un guía de lecturas y de reflexiones a quien debes aprender a
soltarlo a tiempo –para no convertirte en su imagen especular- pero agradecerle
eternamente; que si quieres aprender a escribir, antes debes aprender a leer;
que si no escribes disciplinadamente, no aprenderás a escribir jamás; que nunca
terminarás de aprender y que aunque todo esté dicho entre el cielo y la tierra,
tu propia mirada, sobre tu cielo, bajo el sol que te cubre y con los tuyos que
te rodean, siempre será nueva. Cada miércoles se repitió el sagrado ritual de
nuestra liga desligada, hasta que cada cual torció por su propia esquina. Hoy
volvemos a ella, a La Piloto, como a la casa de la madre, y se rejuvenece
nuestro corazón.
Taller de Escritores, o Tertulia,
o “Botadera de corriente”, las reuniones de los miércoles en la tarde con
Manuel Mejía Vallejo se convirtieron en nuestro “aprendizaje” y punto de
encuentro irreemplazable. Algunos hemos seguido con la terca manía de la escritura
y cuando volvemos a encontrarnos es como continuar una charla suspendida; otros
se olvidaron de nosotros de la misma involuntaria manera que nosotros de ellos.
De cualquier forma, para quienes asistimos a ese taller o tertulia en los años
ochenta y comienzos de los noventa en la Piloto, jamás podremos desconocer o
negar que Manuel Mejía Vallejo fue uno de nuestros maestros; algo más que un
mojón en nuestra vida. “Calma, pueblo”.
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