Prólogo a El jardín de las Weismann
Una visión de El jardín de las Weismann
Leída cuarenta y cuatro años después de publicada, la novela El jardín de las Weismann, del colombiano Jorge Eliécer Pardo, sigue oliendo a dalias y crisantemos, a rosas y geranios, a cartuchos y gardenias; resuenan en ella tenebrosos conjuros, y mantiene, sin dudas, las cenizas vivas. Es una obra que sintetiza y expresa con valor una época demasiado gris –y extendida hasta hoy- de la vida colombiana. Pero si descartáramos esa función representativa, que muchos colocan en entredicho para el arte literario, también, se sostiene como una obra de gran singularidad estética, muy personal en el contexto de la literatura colombiana de los años setenta del siglo pasado.
A la distancia, una de las razones por la cual
esta novela sobresale entre las de su época, es la de haber encontrado un nuevo
horizonte literario sin haber abandonado el referente histórico-político que le
pertenecía. Escrita cuando en Colombia los jóvenes le apostaban a una ruptura
frente a la novela de la tierra de mediados del siglo XX, o a la literatura de
Gabriel García Márquez, utilizando un acercamiento a lo juvenil, musical o
deportivo –con tanta validez como las otras-, Pardo no claudicó frente a
quienes vetaron la presencia de la sórdida historia colombiana en la narrativa.
El gran debate del día –no siempre explícito, sino con la oscuridad soterrada
que ha envuelto la vida pública colombiana-, por entonces, fue esa: si haces
nueva literatura debes abandonar el tema de
la “violencia en Colombia”, como si se tratara de categorías
excluyentes. La renovación de las formas literarias –lo sabíamos todos, sin
embargo- siempre ha sido correlativa a la renovación de los mismos temas. No se
distinguen fondo y forma, si es que pudieran contrastarse. Sin embargo, por los
mismos intereses que no han permitido acabar con la violencia política, a los
escritores jóvenes de esa época se les prohibió, en el fondo, escribir sobre la
violencia colombiana. Y los mismos escritores jóvenes y viejos se autocensuraron.
Y no fue difícil hacerlo porque el sistema pactado del Frente Nacional había
clausurado el debate y dejado impunes los crímenes cometidos entre liberales y
conservadores. De otro lado, no habían sido afortunados, desde el punto de
vista literario, los pocos libros de ficción que había producido la llamada
“Violencia en Colombia”, nombre que se adoptó para los dos tomos que publicaran
Eduardo Umaña Luna, Orlando Fals Borda y Germán Guzmán Campos, cuando
investigaron y analizaron el fenómeno político y social colombiano de mediados
de siglo en adelante.
El jardín de las Weismann irrumpió, entonces, en ese doble frente: sin
abandonarlo, desbordó el tema (lo renovó), y aventuró y forjó su estilo
apropiado. Amplío estos tópicos en adelante:
La confrontación de los
partidos tradicionales en Colombia, liberal y conservador, venía desde el siglo
XIX –podría decirse desde la constitución misma del Partido Conservador en
1848-, pero fue en 1948, con el asesinato del jefe liberal Jorge Eliécer
Gaitán, cuando se llegó a su máxima intensidad. Los desacuerdos doctrinarios
entre los dos partidos -sobre todo en religión, educación y economía-, que se
habían mantenido en disputa, sin llegar al uso de las armas, desde
Allí, pues, están los
sacerdotes y la religión, los civiles y sus intereses privados, los políticos y
los militares con sus propias disputas. Sólo que el novelista –hablo de Pardo-
mira hacia otros horizontes de gran o pequeño espectro, para poder romper el
horizonte de la novelística colombiana en ese momento.
Y se encuentra con que en el país viven, además
de los colombianos, otros seres humanos desplazados por otras guerras –porque
la inhumana guerra es humana y existe en todo el planeta Tierra-, seres que
llegaron con heridas atroces y con grandes ausencias. Huyendo, desplazadas por
Por eso, en esa prodigiosa síntesis de 100
páginas que es El jardín de las Weismann,
bello, tenso y angustiado poema sinfónico, se plantean los dos dramas con todas
sus implicaciones: el de las cuatro gemelas huérfanas que llegan por mar –con
sus historias de marineros, tan intensas a pesar de la brevedad- a preparar su
venganza inútil, a colonizar nuevas tierras, a perderse en la huida que no
tiene final, y sus seis hijas gemelas, más la hija del cura, nacidas en
Colombia, sombras misteriosas en un convento que las acoge con la culpa de una
sociedad que peca y reza para “empatar”, y que más tarde llegarán, también en
la oscuridad –porque este es el país de las eternas tinieblas, de las confusas
tinieblas, de las “complejas” tinieblas- a
La estructura de poema sinfónico, que va y
viene en una temporalidad fragmentada entre la juventud de madres e hijas, y entre
El poema termina con una visión elegíaca que 30 años después no ha podido ser más cierta, de un fatalismo premonitorio impresionante. Los asesinatos y los genocidios oficiales, o para-oficiales, se extenderían camuflados de tantas y distintas maneras que la misma población civil, confundida y excitada, ha aceptado y aplaudido la degradación de la guerra.
[En 2008, el autor revisó la novela y le suprimió algunas frases, morigeró el léxico y niveló el lenguaje literario. Creo que no perdió su intensidad y sí ganó en estilo –como se decía hace unas décadas-. Si no me engaño, como diría Borges, esta novela se debe catalogar entre las mejores de la segunda mitad del siglo pasado en Colombia.]
Bogotá, D. C., 12 de mayo de 2009
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