Poeta Álvaro Miranda (1945 - 2020)

 Hoy le cedo el turno a mi amigo escritor, el poeta de El laberinto, el libro poema que sigue creciendo, José Luis Díaz Granados. Como Álvaro Miranda, pertenece al grupo La generación sin nombre. Días después del fallecimiento de Álvaro, el 9 de octubre pasado, a raíz de un cáncer que venía resistiendo desde abril, junto a la peste, José Luis escribió sobre su compañero de infancia, su paisano samario, su colega de grupo generacional, esta nota que transcribo como si fuera mía. El día que murió debía ser lanzada su antología poética, El bostezo de la mosca azul, publicada por Eduardo Bechara y Editorial Escarabajo (Bogotá) y Fredy Yezzed con Abisinia Editorial (Buenos Aires).

RECUERDO DE ÁLVARO MIRANDA

Por JOSÉ LUIS DÍAZ-GRANADOS

¿Quién era en realidad Álvaro Miranda, ese personaje amable y sencillo, algo misterioso, que escribía cosas tan raras, poemas en un idioma lleno de arcaísmos y neologismos, pero que a la vez resultaban más modernos y novedosos que los de cualquiera de nosotros, poemas en donde muchas veces los títulos eran más extensos que sus versos, y cuya perennidad parece asegurada a juzgar por la creciente audiencia que cada
día fluye de manera intermitente hacia su persona y hacia su obra poética y narrativa?

Comenzaré diciendo que ambos nacimos a una milla de la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta, en mitad de la década del 40. De ahí que la común devoción por el Libertador Simón Bolívar siempre fue raigal y perpetua. Nuestros padres, abogados, se trasladaron pronto a Bogotá, donde nuestras progenitoras prolongaron durante medio siglo el diálogo infinito de sus infancias samarias, diálogos iniciados cerca del Camellón de Bastidas cuando nuestros abuelos maternos intercambiaban ideas, negocios y gustos gastronómicos.

        En la década del 50, ya instalados en el barrio Palermo de Bogotá, donde vivimos hasta el 2000, después de variados éxodos, se inició esta hermandad que lucía las mejores galas de nuestras palabras. Cuando yo cumplí mis 60 años de vida, escribí unos versos que intentaron ser autobiográficos, -“60 años alados”-, por lo cual se los dediqué a Álvaro, porque:

“En el barrio Palermo / estrenamos infancia / en triciclos furtivos / y en cines matinales / donde en diáfanas horas / la vida era una fábula”

    A comienzos de la década del 60 ingresamos al Gimnasio Boyacá, donde se nos acentuó el bolivarianismo, primero, porque Aquiles Miranda Locarno, su padre, nos inculcó un fervor absolutamente racional por el Libertador, y segundo, porque don Tito Tulio Roa, el rector, además de devoto del padre de la patria, era experto en su parábola vital.

    En el colegio nos asignaron un pupitre gemelo, que compartíamos con igualdad irregular, porque ---y aquí asoma el primer indicio de su nobleza de alma---, yo aprovechaba los descuidos profesorales para espetarle a mi desprevenido compañero toda clase de diabluras verbales, caricaturas en sus cuadernos, y colocarle libros, borradores y otros útiles escolares en la silla al momento en que debía sentarse, o hacer remedos ruidosos de la voz del maestro, lo cual suscitaba las risas de los condiscípulos y las iras del profesor, que terminaba expulsando de la clase al noble amigo y no a mí, el perverso culpable.

Esto ocurría durante meses, yo diría, durante los años del bachillerato, sin que jamás a este ser humano maravilloso que se llamó Álvaro José Miranda Hernández, le pasara por su mente dar rienda suelta a la lógica venganza o al rápido desquite, tan natural en los niños. Nunca se vengó de mí –a no ser después, cuando me fulminó con su poderosa y tórrida poesía-, ni hizo reclamo alguno, ni repitió mis maldades. Al contrario, se afanaba en socorrerme con papelitos furtivos ante mi segura pérdida del examen de matemáticas o esperaba a que las aguas se calmaran para proponerme que hiciéramos un periódico o realizáramos una investigación a fondo de la historia o que visitáramos el museo nacional o que leyéramos un libro o que fundáramos un centro literario, objetivos que se cumplían invariablemente. La revista y editorial El Papagayo de Cristal, por ejemplo, fundada por Álvaro, José Cardona López, Henry Canizales y yo, muchos años después, fue una de las empresas culturales más sólidas realizadas al amparo de esta camaradería.

    Tengo siempre fresca y clarísima la visión del adolescente Álvaro Miranda escudriñando libros de historia de la biblioteca de su padre, escribiendo artículos para un periódico que él mismo imprimía (a falta de mimeógrafo, había adherido una gruesa tela de gasa a un rodillo al que le untaba la tinta propicia y luego pasaba por encima de las hojas en blanco), estudiando poemas que pegaba en un cartón, de diversos autores –recuerdo textos de Saint-John Perse, León de Greiff, Jorge Zalamea, Carlos Germán Belli, Manuel Scorza, incluso uno mío titulado “La bruja de Dios”- y siempre muy atento a la inmersión por los más profundos recovecos del idioma, las fuentes clásicas del verso castellano y la fosforescente saga lírica y épica del indigenismo, la negritud y el mestizaje.

Y así se nos pasaron esos años luminosos en el Gimnasio y en el barrio, junto a otros precoces letrados que aún insistimos en tan preciso y tan precioso asunto. Como bien lo afirma Pedro Manuel Rincón, “Pemán R”, compañero junto con Luis Fayad de aquel ingenioso Grupo de Palermo, “no sé cuántos testigos de mi infancia / recorren la ciudad donde me encuentro”…

Después vino la vida con su recorrido de normas, transgresiones, amores y desamores, armaduras, sobrevivencias, viajes y, naturalmente coincidencias:

“Lo demás es la vida / con sus ires silvestres / y sus venires hondos: / las bodas y los hijos / los dilectos poetas, / la vid fosforescente / de Moscú y de La Habana / y unos versos de orfebre / y unas novelas súbitas” (“60 años alados”).

    Una tarde de abril de 1968, Juan Gustavo Cobo Borda invitó a su casa a un grupo de jóvenes poetas para que nos tomáramos una foto para la revista Lámpara, que dirigía Fabio Henker Villegas. A la cita solo acudimos siete: Darío Jaramillo Agudelo, David Bonells Rovira, Henry Luque Muñoz, Augusto Pinilla, Álvaro Miranda, el dueño de la casa y el suscrito. Una sola fotografía bastó para la eternidad de nuestros afectos. Al decir de Pinilla, el inolvidable maestro Aurelio Arturo nos llamó la Generación sin nombre, y meses más tarde el entrañable Héctor Rojas Herazo nos presentó en las páginas literarias de El Tiempo.

Además de los poetas del citado grupo, Álvaro fue siempre un mimado de María Mercedes Carranza, dilecto de Darío Jaramillo Agudelo y amigo preferido de Raúl Gómez Jattin, su compañero de veladas externadistas e incursiones teatrales.

La poesía de Miranda fue prohibida en el diario del patriarca liberal de su tierra natal por contener palabras contrarias al pudor de la aristocracia criolla. Cuando publicó Tropico
maquia
, su primer apartado bibliográfico, y poco más tarde su libro Indiada, su naciente poeprosa, fue recibida con reservas por parte de algunos intelectuales, inclusive con burlas y sarcasmos. Esos audaces juegos de palabras donde el arcaísmo arábigo-castellano y el neologismo sorpresivo se refundían en multicolores jugos fechos al itálico modo en licuadora, pronto verían su reconocimiento al obtener en 1980 el Premio Nacional de Poesía “Universidad de Antioquia” con su libro magistral Los escritos de don Sancho Jimeno.

Y no tardarían en sorprenderse gratamente sus lectores cuando publicó su novela primigenia, La risa del cuervo, una afortunada recreación de los pasos perdidos de los precursores venezolanos de nuestra primera Independencia, con la cual obtuvo el Premio de Novela “Pedro Gómez Valderrama” en 1992. Y fue en esa misma década cuando Miranda editó en un volumen la totalidad de su obra poética hasta ese momento, bajo el título de Simulación de un reino, donde volvimos a encontrar los vigorosos hallazgos inaugurales con que agota y resucita los vocablos de su esplendente poesía.

Este es a grandes y dispersos rasgos, Álvaro Miranda, el excelso poeta colombiano que hoy 9 de octubre de 2020 ha partido a la eternidad. Con estas palabras quiero reafirmar no solamente mi profundo afecto por el gran amigo y paisano, extendido a su compañera Adriana Grosso, a sus hijos, nietos y a su hermana, la pintora Olivia Miranda, sino mi devoción hacia esa trayectoria vital, ejemplar en todo sentido, y hacia su obra literaria donde el amor a la palabra fue la más rotunda razón de su existencia.

 

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