La calle de las babosas (Cuento)

Pablo y yo llevábamos los últimos recibos hasta el final de la última calle del barrio Devenir, pero allí una señora entrada en años nos miró algo sorprendida al vernos tomar dirección al caño, y con cierto gesto de preocupación nos preguntó:

—¿De verdad quieren meterse a ese lugar?  —dijo, señalando el otro extremo del barrio, que quedaba justamente cruzando el puente—. Son nuevos, ¿verdad? ¿No saben que esa es la calle de las babosas?

—¿Sucede algo malo allí? —le pregunté, pero ella levantó los hombros y siguió su camino, respondiendo mi pregunta con un par de gestos groseros de sus hombros huesudos.

—No le hagas caso —susurró Pablo, para que la vieja no escuchara—, para mí tiene pinta de loca.

La vieja era diminuta, de vestido sucio y cabello gris. Parecía el tipo de mujer que delira con facilidad. Nuestro primer día de trabajo había transcurrido con normalidad y sólo nos faltaban las direcciones al otro lado del barrio. Eran las cinco de la tarde, habíamos caminado todo el día y deseábamos terminar con nuestros compromisos de una buena vez. Sin embargo y para nuestra desgracia no había nadie a nuestro alrededor para consultarle por el sentido de la advertencia de aquella anciana. Sólo un par de hileras de casas a lado y lado que concluían en ese puente rupestre y hediondo levantado sobre un caño de aguas negras. Dos calles antes del puente, la gente no respondía al llamado de la puerta, así que simplemente metíamos el recibo por debajo y nos íbamos sin molestar. Cada casa tenía un color distinto y todas parecían juguetes abandonados de un bebé enorme. Ni siquiera había niños. Los muros eran viejos y estaban húmedos. La anciana pronto desapareció tras una de aquellas puertas de madera manchada y enmohecida. Regresamos al mismo silencio de antes. A lo lejos se escuchaba el susurro sucio del agua maloliente.

Como aquel sector era inseguro, caminamos un poco acobardados. Aquel era mi primer día en el servicio de correo municipal. Teníamos nuestros uniformes nuevos, una chaqueta dril azul brillante, y una gorra azul que parecía alumbrar a través de la niebla baja. Nos había tocado en realidad los peores sectores del pueblo, así que nos la habíamos arreglado para no llevar nada de valor. Junto a la carretera de tierra había una maleza debilucha que crecía agarrándose con fuerza a las piedras húmedas y al cemento fragmentado. En medio del pasto vi a un par de indigentes dormidos.

Cruzamos el puente. Sé que fuimos un poco necios.  Al otro lado había dos hileras de casas  más o menos iguales a las del otro extremo, pero un poco más miserables. Sólo las de la derecha tenían tendido eléctrico, pero cosa extraña; había recibos de luz para ambas hileras. Como sentíamos una mala espina le dije a Pablo que nos dividiéramos el trabajo para terminar más rápido. Él aceptó gustoso.

Golpeé en la puerta de la primera casa.

—¿Sí? —respondió una extrañada voz femenina, de una madurez enfermiza.

—Buenas tardes, señora —le respondí, haciendo un esfuerzo enorme en parecer cordial—. Vengo a dejarle su recibo de la luz. 

Escuché dos voces más, que murmuraban al fondo.

— ¿Usted es nuevo verdad? —me preguntó otra voz, mucho más anciana.

—Si señora, lo soy —le respondí—. ¿Sucede algo malo?

—Meta los recibos debajo de las puertas, sin hacer ruido. No llame a las puertas, nadie le abrirá. Tampoco nadie pagará esos recibos, sin importar cuantos lleguen.Váyase lo más rápido posible —y sin esperar respuesta, según escuché por sus pasos, las dos se internaron en su casa, y no volví a escuchar más.

            Pablo terminó primero que yo. En el barrio no había tiendas ni comercio. Solo casas, de miseria casi idéntica, repetidas a ambos lados de la calle, y terminando en una vieja mina artesanal abandonada junto a la montaña, que a su vez era el final de la carretera. La maleza se había apoderado de una buena parte de los antejardines. Y no escuchaba en ninguna casa música o algún ruido eléctrico que indicara vida. Sin embargo, teníamos la certeza de que cada casa estaba ocupada, y que incluso nos observaban. Era una especie de violento presentimiento.

—Llevo diez años viviendo en este pueblo y nunca he escuchado nada sobre este barrio —me dijo Pablo, al encontrarnos otra vez—. Nunca lo mencionan las emisoras. Nadie viene por aquí. Desde que estamos nosotros, no ha pasado ni una moto, ni un carro. Nada, y eso es extraño. ¿Tan desinformados estamos?  No conozco a nadie que conozca a alguien que viva por aquí.

—Yo he escuchado que es un barrio peligroso y que es mejor no venir —le respondí.

—Igual, ya terminamos —me contestó.

En ese instante, y desde una de las casas del centro, un perro de tamaño medio apareció saltando y olisqueando en todas las direcciones. Por un instante el perro intentó acercase a nosotros, pero se detuvo con nerviosismo. Fue algo terriblemente desagradable detallar su mandíbula y la parte derecha de su cráneo. Enormes llagas encarnadas le cruzaban la piel, desprovista por completo de pelos. Las llagas eran enormes, de textura babosa y rojiza; parecían babosas incrustadas en la piel. También parecían heridas abiertas. El perro intentó ladrar, pero de su hocico no salió ningún sonido. Aunque sus intentos de ladrido eran  amenazantes, su boca no tenía dientes; sólo era una abultada cavidad rojiza. Pese a ello, aún producía la sensación de poder actuar con violencia.

Tras él, y del mismo lugar, salió un niño harapiento, lleno de llagas como el perro.  Por ser remotamente humano, su rostro era aún más monstruoso; sus ojos estaban hinchados. El niño gritó “¡Tony!” un par de veces, con una voz diminuta y acuosa. El perro respondió al llamado olvidándose de nosotros. El niño nos observó con sorpresa durante un par de segundos, con sus ojos hinchados y su rostro repleto de heridas abiertas. Parecía que no hubiera visto en su corta vida seres semejantes a nosotros. Luego regresó corriendo a su casa.

De esa misma casa una voz masculina nos gritó “¡Váyanse de aquí!”.  La voz tenía una desesperanzadora agresividad. Obedecimos sin chistar.

Al día siguiente los repartidores de correo más antiguos se burlaban de nosotros.

—Es como una broma institucional —nos respondió Alberto, el repartidor más antiguo—. Siempre el primer día te hacen ir a la calle de las babosas. Es como una especie de iniciación.

Él se reía pero nosotros no correspondíamos a su buen humor. Así que levantó su barba y nos mostró su cuello, y al hacerlo asumió una expresión mucho más severa; tenía una llaga, una babosa de sangre, pegada a la piel, igual a las del niño, pero menos roja. No había roto aún la epidermis.

—Esto es lo que me he ganado por ir allí, años tras año, todos los meses —sus palabras fueron severas, un poco resentidas, aunque se dirigía a nosotros con cordialidad—. Al principio yo era el único que debía ir allí, pero cuando la marca me salió en el cuello empezaron a intercalarme con otros mensajeros. Dicen que hace algunos años una empresa minera inició una mina en ese lugar hasta que encontraron algo desagradable. Escuché que buscaban oro, y que de hecho lo encontraron en abundancia. Pero la contaminación era tan terrible que no pudieron llevárselo. Muchos trabajadores murieron. Dejaron la mina abierta. Aún esta abierta. Aún hay maquinaria dentro de la mina, maquinaria que vale millones y oro en cantidades, pero nadie lo puede sacar. Otros dicen que la contaminación no estaba allí y que ellos la trajeron, pero no creo que dejaran su maquinaria y el oro abandonado gratis, ¡abandonarán cualquier cosa en el mundo, excepto el oro! Todas las personas que viven cerca a la mina son deformes y monstruosas, pero por fortuna, viven poco. Para no darles un centavo la empresa contrató a un pastor evangélico que los convenció de que estaban malditos, que la contaminación era un castigo de Dios, que ellos, en definitiva, eran los radioactivos, y por eso los aislaron del mundo. No existen mejores grilletes que la culpa, de eso estoy seguro. Aunque aún consumen energía eléctrica, ¡tanto mejor! No quisiera verlos en la calle caminando con mis nietos, ¿cómo le explicas eso a un niño? Ya bastante tengo con mi propia marca.

Como no fuimos capaces de responderle nada, continuó:

—Sólo les daré un consejo: la próxima vez, entren y salgan lo más rápido posible. No se distraigan con nada y no se acerquen a nadie. No creo que quieran tener una cosa de estas en la cara. ¿Verdad que no?

Y tras levantarse la barba para mostrarnos de nuevo su marca, se burló como quien descubre una broma, como quien hace una chanza monstruosa, pero no pudimos reírnos con él, cosa que al parecer le desagradó. Entonces tomó su maleta, hizo un gesto ligero de despedida con la mano derecha  y nos dejó solos para continuar su trabajo con tranquilidad.

 

Oscar Corzo Gaviria - Agosto del 2020

Comentarios

Publicar un comentario