Entrevista con Luisa Fernanda Trujillo Amaya (1)
“Hace 4 años inicié una conversación con la muerte”
Entrevista con Luisa Fernanda Trujillo Amaya (1)
Por Isaías Peña Gutiérrez
(El pasado 13 de julio, el diario El Tiempo,
de Bogotá, publicó una síntesis amplia de esta entrevista, que ahora transcribo
completa, pues, por razones de extensión, el diario no pudo hacerlo en aquella
ocasión. Para facilitar su lectura, la he dividido en tres entregas).
“Mi mirada poética delata la visión de
la escritura desde esos bordes; el de la vida y el de la muerte, donde la voz
poética entreteje sus devenires en un quehacer dialéctico, en el que el Eros,
en su sentido más amplio, hace de este diálogo un campo de experiencia vital,
de vida fértil, donde la ternura y el amor riegan cada poema”.
Luisa Fernanda Trujillo
Hace diez años, con motivo de la publicación de su libro de poesía, De
soslayo, prendada (2010), hizo su primera aparición en público la poeta
Luisa Fernanda Trujillo Amaya. Desde entonces, sin contar las apariciones en
antologías dentro y fuera del país, ha publicado tres volúmenes más: Trazo
en sesgo la noche, Colección “Un libro por centavos”, U. Externado de
Colombia (2012); En tierra, el pájaro olvida cantar, con el sello
Raffaelli Editore (Roma) y traducción de Emilio Coco (2017), y Mio per
sempre mai, edición bilingüe italiano-español, en Giuliano Ladolfi Editore
(2019). Su poesía sigue circulando por todas las vías y formatos. Y acá nos
habla de sus orígenes, de su visión del mundo, de la peste, del cáncer, de la
vida y de la muerte. Luisa Fernanda Trujillo, además de poeta, ha sido periodista,
profesora y ensayista. Estos son algunos temas y otras preguntas contestadas
por ella en plena pandemia.
1. Del nacimiento
Nací en Bogotá,
Colombia, en medio de la compulsión de los cambios sociales que demandó en el
mundo la generación de los años sesenta, en un hogar conformado por una madre
nacida en Tunja, maestra de vocación, conservadora en su filiación política,
autónoma e independiente en su quehacer individual, y un padre nacido en el
Líbano, Tolima, liberal y anticlerical, de principios firmes, cuya familia
había salido huyendo del Líbano a causa de una de las violencias que ha
atravesado este país. Fui bautizada en una de las emblemáticas iglesias de
Bogotá: La Porciúncula, un día de inocentes.
2. Del nacimiento poético
Diferenciaría el
nacimiento poético del momento en que comencé a escribir poesía. El nacimiento
poético lo relacionaría con el proceso consciente de poetizar la realidad. En
ese proceso, que en mi caso se ha tomado el tiempo un poco a su gusto y sin
afanes, en vibración polifónica, por decirlo de algún modo, con el contexto en
que he vivido las diferentes etapas de mi vida, y con los diálogos, lecturas e
influencias con las que me he topado en ese devenir, se manifestó en mi
adolescencia. Tuve la fortuna de tener extraordinarios maestros y maestras de
literatura en la secundaria que me acercaron a los grandes poetas españoles del
siglo de oro y más tarde a los de la generación del 27. De igual manera, mi
madre, de vocación maestra, me acercó desde muy niña a las primeras lecturas de
Juan Ramón Jiménez, y mi padre, buen lector, a la poesía latinoamericana del
momento. Fueron esas primeras lecturas
las que sembrarían y tallarían en mí la inquietud y el espíritu de poder
desarrollar y cultivar un conocimiento representativo a través de la poesía.
Esto fue un total descubrimiento para mí en mi plena adolescencia. Me abrió la
puerta a una dimensión diferente de ver, sentir y pensar la vida. Conectó mi
pensamiento, mis sentimientos y mi percepción con la palabra. Descubrí que
había una forma especial y casi inexplicable de poder tomar la realidad,
deconstruirla, y crear. Pero no era una creación cualquiera. Era la posibilidad
de acceder y poder tocar las cuerdas sensibles de la realidad objetual, de desarrollar
un nuevo sentido. Ahora bien, el momento en que empecé a escribir poesía,
recuerdo que fue unos años después, en mi juventud, luego de haber pasado por
la adolescencia. Tuve guardados esos primeros poemas por décadas. Los tuve
guardados por cierto pudor. Sin embargo, decidí incluir varios de ellos en las
publicaciones que se han hecho de mi poesía. La lectura crítica realizada por escritores
y ensayistas que se han acercado a mi poesía de esa primera etapa me ha traído
grandes sorpresas y gratificaciones, pues fueron poemas breves que en su
momento no les di el valor que los críticos sí les han dado. De ahí la
importancia de que el creador se disponga y entre en diálogo con la crítica. En
ese diálogo, en ocasiones contradictorio, he descubierto aspectos de mi
escritura poética, tal vez inconscientes, que se han hecho explícitos a la luz
de esas conversaciones.
3. La adolescencia
La “adolescencia…”
esa etapa de la vida calificada por algunos como de “tontera”, la viví como una
etapa de descubrimiento y asombro. Mi adolescencia estuvo marcada por una
visión un tanto ecléctica del mundo formada por los alcances de los medios de comunicación
de entonces: la radio, la televisión, el cine, los libros, las revistas de todo
tipo, desde los comics hasta las revistas críticas de literatura y política, y
la música… una atmósfera que haría parte de mi forma de habitar el mundo y que
caracterizaría cierta musicalidad en mi escritura. La música me acompañaría
siempre. Desde la escucha de las cantatas y fugas de Johann Sebastian Bach,
maestro del contrapunto y la polifonía musical, hasta la interiorización de la
rebeldía de Pink Floyd, el sentido minimalista de Philip Glass y Keith Jarret,
y el goce que a través del baile me darían la salsa y el son cubano los fines
de semana cuando con los amigos nos dábamos cita en un lugar del centro de
Bogotá que hizo huella en el espíritu de mi generación: “El Goce pagano”, lugar
donde exorcizaba la muerte y conjuraba la vida. Cuando atrapo recuerdos de
aquél entonces, me veo a mi misma como una joven niña con los ojos abiertos,
asombrada, sin pestañear, reverberando la vida en la profunda transparencia de
su iris, capturando como un radar, cuanta información le llegaba de todo tipo.
Fueron los años en que definí mis gustos, mis preferencias, y en los que hice
conciencia de que mi vida transcurriría alejada de los caminos impuestos por el
statu quo del momento, y transitaría, en cambio, los senderos, los desvíos que
me llevarían a evadir fronteras, muros y vacíos. Tal vez de allí venga mi temor
a las alturas y a viajar en avión.
4. ¿Cómo se hace para vencer la muerte una y otra vez? ¿Se necesita ser
poeta?
No sé de ningún
poeta que haya vencido a la muerte. Ni siquiera de algún poeta místico que lo
haya logrado. La muerte, como el nacer, son los dos acontecimientos más
contundentes de la historia de las especies vivas que habitan el planeta
Tierra, de las cuales los humanos no podemos abstraernos o evadirnos. En
ocasiones llega a impresionarme cómo los humanos solemos sobre valorar la lucha,
la guerra, por encima de la muerte misma o del nacimiento mismo. Se suele
otorgar un valor agregado a la acción de abordar estos dos acontecimientos si
han estado mediados por el enfrentamiento, la confrontación y la lucha. Me
viene a la memoria el momento del nacimiento del hijo de una amiga cuando el
médico salió de la sala de partos y con la frente sudorosa nos dijo: “Fue un
parto difícil, seguro este niño ha venido a este mundo para grandes cosas”. Se
asocia, como insinúa su pregunta, que al nombrar la muerte subyace en ella un
sentido de lucha, de guerra, que lo importante (lo esperado socialmente) sería confrontarla
y guerrear contra ella para vencerla en la creencia o mal creencia de verla
como un enemigo al acecho. En mi vivencia personal he convivido con la muerte
desde muy temprana edad y me he familiarizado con ella. He presenciado y me han
rodeado más muertes que nacimientos. Pasé mi niñez en un barrio sembrado de
acacias en sus aceras, donde los pájaros copetones anidaban. Tardaban más en
nacer sus críos que en llegar las galladas de niños del barrio con sus
caucheras apuntando a ellos. Vi caer muchos nidos y pájaros en aquél entonces.
Escribí un poema publicado en el libro En
tierra, el pájaro olvida cantar que hace referencia a uno de esos sucesos.
Con el paso del tiempo prohibieron las caucheras. Viví la muerte de mi padre y
de mi primer novio a temprana edad con una diferencia de tres días. He visto
caer, uno tras otro, en un sucederse interminable, amigas, amigos y conocidos,
asesinados en el contexto de la violencia que ha marcado las estrías de este
país. Un país donde cada generación cuenta y declara a sus muertos. He caminado
y observado los bordes de la tierra y la humedad de las tumbas con más
frecuencia que los sembrados de lo que alguna vez fue trigo. Mi mirada poética
delata la visión de la escritura desde esos bordes; el de la vida y el de la
muerte, donde la voz poética entreteje sus devenires en un quehacer dialéctico.
Es sabido y lo he hecho público, que en los últimos años he atravesado por dos
tipos de cáncer, un tema, el de la enfermedad, asociado a la muerte, muy bien
trabajado y expuesto por Susan Sontag en su libro Las metáforas de la enfermedad. Un tema que aún continúa siendo
abordado con cierto tabú y rodeado de cierta mitología. Emil Cioran afirmaba
que quien no ha vivido la enfermedad no conoce el dolor ni el sufrimiento.
Siento que Cioran tenía algo de razón en su afirmación. Vivir la enfermedad ha
reafirmado mi visión sobre la vida y la muerte como dos halos que me han
rodeado siempre, visibles y manifiestos al momento de la quietud que nos otorga
la dificultad. La aparición del cáncer en mi cuerpo la he vivido más que como
una confrontación o una lucha, como un proceso de mitigación y entrega. Una
entrega que no puede pensarse ni interpretarse como rendición, sino como un
acto de generosidad ante la proximidad de la muerte. En ocasiones la enfermedad
también puede interpretarse como un mecanismo de defensa. La enfermedad es ese
campo que se abre paso en el cuerpo y propicia el diálogo directo e íntimo
entre la vida y la muerte. Consciente o inconscientemente, o por fuerzas del
azar, puede aparecer y golpear la puerta como un visitante hambriento ante lo
cual tienes tres opciones: no abrirle la puerta bajo el riesgo de que se
enfurezca, te la tumbe, se apodere de ti, te habite, y mueras en una lucha desencarnada;
abrirle la puerta y sin dejarla pasar del umbral darle de comer a cada tanto a
sabiendas que en cada apertura algo de su aroma se cuela en tu interior hasta
que empiezas a mirarla y escucharla; hasta acostumbrarte a ella, a su
proximidad. O, abrirle la puerta, dejarla pasar, darle de comer y sentarte a
conversar con ella para conocerla de cerca. No imagina de cuantas cosas puede
uno enterarse en el transcurrir de esa conversación. Cuánto se puede conocer de
la vida y de la muerte cuando se tiene la oportunidad de sentarse de tú a tú a
conversar con la enfermedad, desde la enfermedad. La enfermedad puede
interpretarse como una puesta en jaque de la existencia. Prefiero verla como
ese visitante desconocido que me da la oportunidad de conversar. Hace cuatro
años inicié una conversación con ella que aún no he terminado.
Qué sorpresa, la muerte siempre. Se le abra, se le cierre la puerta o se la invite a conversar, ella estará ahí.
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